No alcancé a llegar muy lejos. Tropecé con una raíz y golpeé contra el tronco de un árbol. El mundo empezó a girar…
De nuevo estaba oscuro cuando desperté. Me dolía la cabeza y, tras palparme, noté que el chichón de la frente había regresado. No estaba solo, una mano cálida y temblorosa mesaba mis cabellos y mis amigos se acercaron cuando notaron que recuperaba la conciencia. No dijeron nada hasta que pude sentarme por mis propios medios. O quizá sí lo dijeron, pero yo no recuerdo nada.
—¿Estás bien? —Me preguntó Fernando.
—Sí.
—Te golpeaste muy fuerte —dijo Karen. Estaba tras de mí. Quitó su mano de mi cabello y la posó en mi hombro—. Temimos lo peor.
Entonces recordé todo. El miedo fue lo primero que sentí, pero luego éste se vio desbordado por la vergüenza. Miedo por todo el horror que había presenciado; vergüenza porque mi única reacción había sido salir corriendo. Y ni eso había hecho bien.
—¿Qué ocurrió? —Pregunté.
Los chicos me lo explicaron. Cuando los cuervos atacaban a Cristian yo había corrido, gritando de terror. No corrí ni cien metros cuando me estrellé contra un árbol y quedé inmóvil. Karen y Wendy corrieron a mi auxilio. Fernando y Adiel, en especial Fernando, se comportaron como héroes y ahuyentaron a los cuervos.
—Pero no se fueron hasta que destrozaron por completo a Cristian —dijo Fernando—. A nosotros ni siquiera nos miraron. Era como si supieran a quién atacar.
Nos consolamos mutuamente hasta el amanecer. Intentamos dormir, pero a pesar de que habríamos podido dormir una semana entera, nadie pegó un ojo. Teníamos miedo. Y no era para menos. El ruido de una ramita, el roce de las copas de los árboles al mecerse, todo nos espantaba de manera horrible. El retumbo del tambor había cesado, también el relincho del caballo, pero ahora había un búho. Lo más probable es que se tratara de un búho común y corriente, pero tras todo lo ocurrido, tenía la sospecha de que era una señal que indicaba que aún nos vigilaban.
El amanecer nos encontró más cansados que nunca. Y, contrariamente a lo que muchos creerán, lo ocurrido durante el día y la noche anterior nos parecía como un ensueño. Hablamos poco. No había mucho qué hablar ni energías para hacerlo. Esperamos que saliera el sol, por lo menos éste era normal, ubicamos el este, que era donde creíamos estaba el camino, y nos echamos andar, arrastrando los pies. Esa mañana no había cuerpos que transportar.
Recuerdo que el bosque en sí parecía un bosque normal, excepto por los ruidos, o debería decir, la ausencia de éstos. El viento movía los árboles y aullaba, pero eso era todo. Las más de las veces era posible oír nuestra respiración. Dónde estaba el trino de los pájaros, el toc-toc de los pájaros carpinteros, los roedores escurriéndose por doquier, el singular grito de los micos y monos tan comunes en aquella región ¿dónde? De vez en cuando se oía algún ruido aquí y allá, pero eran sonidos impropios de un bosque normal. De todas formas estaba tan cansado y hambriento que a veces me olvidaba de sentir miedo.
A medio día encontramos una charca de agua cristalina. No tenía más de un paso de longitud y anchura, y era tan improbable que estuviera allí de forma casual como que a mí me salieran alas. Pero Wendy no esperó a que yo expresara mis temores en voz alta. Sumergió por completo la cabeza en la charca y cuando la sacó, el agua le escurría por el rostro y los cabellos.
—Qué esperan, acérquense, está fresca —dijo.
—No —dije yo, fui el único que dijo algo. No era una negativa, sino un lamento.
Wendy se había dado la vuelta justo cuando dos tentáculos, gruesos como las piernas de hombre, emergieron de la charca. Uno se le enroscó en el cuello y otro en la cintura.
Si esto fuera un cuento, de esos heroicos y que gusta mucho a la gente, les diría que nos abalanzamos en ayuda de Wendy, que la cogimos unos de las manos y otros del cuerpo y que luchamos por quitársela a su presa. Pero como esto es una historia real no hubo heroísmo ni nada que se le parezca. Basta decir que nos quedamos de pie, demasiado aturdidos y derrotados para hacer nada. Y Wendy desapareció tras la cortina de agua cristalina para no volver a ser vista nunca. Si esa cosa hubiera querido habría acabado con todos allí mismo. No nos movimos y permanecimos así largo rato. Demasiado cansados para correr, demasiado cansados hasta para sentir miedo.
El primero en recuperar el movimiento fue Adiel. Se dejó caer, se llevó las manos al rostro y empezó a sollozar. Yo no lloré. Estaba demasiado cansado hasta para eso. Y durante un instante estuve tentado de lanzarme de cabeza en aquella aparente tranquila charca cristalina. Y quizá lo hubiera hecho, pero la charca, como leyendo mis intenciones, se fue reduciendo hasta desaparecer ante nuestros ojos.