Cuentos de terror

El regalo del diablo

Jonathan observaba al pequeño perrito color canela con aprensión. Éste movía la colita a uno y otro lado y daba saltitos alegres. Jeremías, su pequeño hijo de cinco años, corría tras él, feliz de la vida.

—Viste lo que hizo, ¿cierto? —Dijo a su mujer, parada en el vano de la casita semiderruida en la que vivían.

—¿Qué cosa? —Preguntó a su vez ella.

—Estaba al otro lado de la tela de metal —explicó Jonathan— y de repente estaba de este lado, en el patio.

Dora le sonrió con ternura. Jonathan percibió sorna en esa sonrisa y durante un instante sintió la rabia rebullir en su interior.

—Es un perro muy pequeño, Jonathan —observó su mujer—. No me sorprendería que cupiera por los agujeros de la malla. Además, no es la mejor malla del mundo.

En algo tenía razón su mujer; no en que el perro cupiera por los agujeros de fábrica de la malla, no, Canelito (como lo había bautizado Jeremías) medía unos treinta centímetros de alto, imposible que se deslizara por uno de los agujeritos de cinco centímetros de diámetro; Dora tenía razón en que no era la mejor malla del mundo. Le faltaba algunos filamentos en varias secciones y en otras, había agujeros por los que se colaban hasta los cerdos de los vecinos, entiéndase los que viven en el aprisco no los de dos piernas. Pero Jonathan estaba seguro de haber visto al cachorro traspasar la malla en un sitio donde permanecía intacta. «¿Es que veo visiones?» La falta de alcohol también podía ser culpable. Hacía un mes que no probaba una sola gota.

—¿Dónde dices que lo encontró? —Preguntó al cabo de un instante.

—No lo sé —respondió Dora—. Sólo ha dicho que se lo regalaron.

—Hey, Jere, dónde hallaste a Canelito.

El pequeño se detuvo y se encogió de hombros. También se detuvo el cachorro, junto a los pies del niño y dirigió una mirada nada tranquilizadora a Jonathan. Éste retrocedió un paso, de pronto asustado.

—¿Ocurre algo, Jonathan? —Se interesó Dora.

Jonathan miró de nuevo al perro, sólo vio a un cachorro curioso y feliz junto a su amo.

—Nada —dijo. Y dirigiéndose a su hijo—: ¿Quién te lo regaló?

—Un amigo.

—¿Qué amigo?

—Un compañero del kínder, un vecino, ¿quién, cariño? —Preguntó a su vez la madre.

—Un amigo —respondió de nuevo el chiquillo.

Jonathan sintió cómo la rabia se arremolinaba en su interior y tuvo que luchar para reprimirla. Hacía un mes que había dejado de tomar, hacía un mes que no golpeaba a su hijo ni a su mujer. Pero es que ese chiquillo sacaba de sus casillas a cualquiera. ¿Le estaban haciendo una pregunta directa y se limitaba a encogerse de hombros y dar una respuesta vaga? ¿No merecía esa actitud una buena tunda? Dora debió percibir su lucha interior porque se acercó a él y le puso una mano en el hombre.

—Déjalo —susurró—, es un asunto sin importancia.

Jonathan asintió a regañadientes y mejor fue a tumbarse al sucio colchón de la sucia cama de su sucia recámara. Sentía el llamado del alcohol desde muy adentro. Una cerveza, un trago de aguardiente, lo que fuera para calmar esa imperante necesidad; pero sobretodo, para apagar esa rabia que le quemaba por dentro. Afuera, Jeremías empezó a corretear de nuevo con el maldito cachorro y Jonathan se quedó dormido, imaginando con placidez que estrangulaba a Canelito.

Cuando despertó y abrió los ojos no pudo reprimir un grito de miedo y sorpresa. Canelito estaba echado sobre su pecho y lo miraba con ojos grandes, oscuros y profundos. Si la ternura tuviera ojos, sin duda serían unos ojos como los que tenía Canelito en esos momentos. «Es sólo un perrito —se dijo Jonathan—. Un tierno y cariñoso perrito». Con titubeo empezó a acercar una mano, con intención de acariciarle la cabeza. Los ojos del cachorro se transformaron de pronto, adquirieron un tono febril, brillante y malévolo y su cabeza se movió como el rayo en busca de la mano de Jonathan. Éste logró apartarla justo a tiempo. Las pequeñas mandíbulas de Canelito se cerraron en el aire, produciendo tanto ruido como la dentellada de un cocodrilo. Jonathan respondió tirándolo al piso de un manotazo.

Canelito se puso de pie, gruñendo como una fiera. Jonathan se bajó de la cama y tomó una pantufla dispuesto a darle una azotaina al abusivo can, hasta que vio que el cachorro no era el mismo. ¡Crecía! El maldito animal estaba creciendo. Y no sólo eso, su pelaje pardo empezaba a tornarse oscuro y sus garras y colmillos se tornaban enormes y agudos. Y su gruñido se transformaba en algo áspero y grave, como el de una bestia de inusual tamaño.




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