Cuentos de terror

Noche negra

La noche era negra. Era una noche de luna nueva, y añadido a esto, ninguna estrella había asomado su rostro brillante en el cielo, con lo que la oscuridad era densa. Pero para Daga y Cuchilla la oscuridad no representaba ningún impedimento, sino todo lo contrario.

Se deslizaban por la orilla de la senda, tortuosa, de tierra apisonada y flanqueada por arbustos y malezas. Ellos podían ver la línea negra que era el camino, y más adelante, alzándose como una sombra aún más negra, se elevaba la casa de una planta de Pez. Aún estaban a unos doscientos metros de ésta, pero ellos la podían ver, porque ellos fueron entrenados para ver en la oscuridad.

Daga miraba la sombra que era su hermano a un lado de él. No eran hermanos de sangre, solo de profesión, pero el lazo que los unía era más fuerte que la sangre. Cuchilla era un hombre enjuto, de no más de metro y medio de alto, no mucho más pequeño que él, lo que los hacía ideales para aquellos trabajos. Y ellos se sabían los mejores. Daga y Cuchilla tampoco eran sus nombres, sólo los usarían hasta terminar aquella tarea, luego tomarían de nuevo sus nombres reales, y cogerían otros nombres cuando tuvieran que hacer otro trabajo; así era el ritual.

Mientras seguían deslizándose con el sigilo que sólo el arduo entrenamiento puede dar, una rata de inusual tamaño se cruzó por su camino. Daga, acostumbrado al miedo, a la muerte y al dolor, se sorprendió sólo un poco con la aparición del animal. Aunque sí se inquietó cuando el roedor clavó sus ojillos en ellos, y con el hecho de que tardara un segundo más en echarse a correr cuando Cuchilla hizo un movimiento brusco para asustarla.

Daga buscó a Cuchilla con la vista, éste negó con la cabeza. Daga asintió, aunque no tan conforme. Daga tenía sus inquietudes respecto al hombre al que llevaban el regalo del descanso eterno esa noche.

Habían aceptado el trabajo dos días atrás, y como los maestros que eran, habían vigilado e investigado a Pez, que era el nombre con que habían bautizado al sujeto. Era un hombre viejo y solitario, que vivía en una casa vieja y destartalada a las afueras de la ciudad. Tenía un consultorio natural, donde curaba (o fingía curar) con hierbas y cualquier cosa que proporcionara la madre naturaleza. También proporcionaba oraciones y horarios que sincronizaban con ciertos astros para que las curas fueran más efectivas. Una profesión escasa por aquellos lares, pero no rara. Desde luego, también averiguaron más: que tenía cuarenta y siete años; que se había casado y enviudado; que su hijo había desaparecido; que se había casado de nuevo y vuelto a enviudar; que su familia no tenía tratos con él; que había curado personas que los médicos habían desahuciado; y que se había casado y enviudado de nuevo, y un largo etcétera.

Nada de eso inquietaba a Daga. En su vida había tenido que vérselas con personas de todo tipo, desde las más honestas hasta las más despreciables. No. Lo que inquietaba a Daga era el aura misteriosa y sobrenatural que flotaba sobre la historia de Pez. Se rumoreaba que sus curas eran milagrosas porque tenía pactos con los demonios; se decía que sus tres esposas habían muerto al entregar él sus almas a su patrono del inframundo; las personas que osaban acusarlo de brujo y hereje sufrían trágicos accidentes y, era un semental que conseguía a prácticamente cualquier mujer. Por supuesto todo eran rumores. Pero todos los rumores traen algo de verdad. Además, Daga era alguien muy supersticioso.

De todas formas, no parecía probable que aquel ratón fuera un espía de Pez.

El camino daba acceso a un amplio patio, descuidado, cuyas marcas denotaban el paso tanto de personas como de gallinas y cerdos. En ese momento los cerdos dormían en el corral y las gallinas en el gallinero. Daga creyó entrever que un cerdo lo miraba cuando desvió la vista al chiquero, pero tras parpadear la ilusión desapareció.

Todo el lugar estaba a oscuras. Pero Daga y Cuchilla podían ver lo suficientemente bien. Se deslizaron hacia la derecha y avanzaron sigilosos hasta la ventana que sabían daba acceso a la habitación de Pez. Eran las cuatro de la mañana, la hora más negra de la noche. Un gallo despertó de pronto y se puso a cantar. Daga se detuvo, de pronto atemorizado, porque aquel canto de gallo le pareció un presagio ominoso. Cuchilla le tiró de la manga de la camisa y le hizo señas de que continuaran.

—Fue sólo un gallo —Susurró.

Daga trató de convencerse de que era así. Pero también recordó los susurros acerca de que Pez podía controlar a los animales, y durante un instante sintió que algo grande, pesado y malévolo avanzaba hacia él. Miró hacia atrás y hacia los lados, de verdad asustado, pero no vio más que el chiquero y el gallinero, y el círculo de arbustos y malezas que rodeaban la propiedad de Pez.




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