—¡Salud! —Dijo Juan, el anfitrión de la noche.
Los tres amigos entrechocaron las botellas de cerveza y dieron un largo trago. Se encontraban en el porche de la casa de Juan, alrededor de una pequeña mesa, repantigados en sillas de respaldo y reposabrazos acolchados. Las cartas del naipe estaban tiradas en la mesa y en el suelo pulido, cuando Carlos las tiró enfadado al no tocar una sola mano.
Se terminaron la cerveza sin decir palabra, en silencio, un silencio incómodo. Juan se ofreció ir al refrigerador a traer más y dejó a sus dos amigos en el porche. Cuando regresó, cervezas en mano, la luz argéntea de las bombillas daba un aspecto fantasmagórico al lugar y sus dos amigos le parecieron espectros venidos del más allá. Reprimió un escalofrío, no así la idea que vino a su mente.
—¡Ya sé qué podemos hacer! —Dijo, repartiendo las cervezas— Podemos contarnos un par de cuentos. Imagino que ambos sabrán más de alguno.
—¿Cuentos? —Se sorprendió Julián— ¿Cuentos de miedo?
—No había pensado en qué tipo de cuentos, pero ¿por qué no?
—No crees que ya estamos bastante creciditos para esas cosas —dijo Carlos.
—Pues a mí me parece una idea excelente —dijo una cuarta voz y Juan alzó la cabeza, sorprendido y alerta. Una sombra se recortaba contra la luz del porche y avanzó hasta entrar en el radio de luz. Era un hombre alto, flaco y desgarbado, de presencia imponerte.
—Por cierto, se nos olvidó decirte que trajeras una cuarta cerveza —comentó con desenfado Carlos—. Él es nuestro nuevo amigo Marsh. Lo conocimos hace dos minutos mientras te masturbabas en el baño imaginando que te follabas a la esposa de Julián.
—¡Ey, ey! —Exclamó Julián—. No te metas con mi esposa. Además ¿quién se masturbaría imaginando que se folla una vaca?
La carcajada fue general. Incluso se les unió Marsh, aunque probablemente éste no sabía lo gorda y aburrida que era la mujer de Julián.
—Vale, solo fui a orinar —dijo Juan. Y no habiendo más que hacer, le tendió la mano a Marsh y le dio la bienvenida a su casa.
—Es usted muy amable —le dijo Marsh—. ¿Y qué decía usted sobre contar unos cuentos?
—Pensaba que por una noche podríamos volver a ser niños, y replicar con un par de buenas historias una de esas noches que antaño tanto nos deleitaban.
—Y yo estaré encantado de escuchar, y de contar cuando sea mi turno.
No se dijo más. Juan fue a por otra cerveza y tomaron asiento alrededor de la mesa.
—Como yo fui el de la idea me parece justo que empiece —dijo Juan.
—Adelante —consintió el resto.
—Bien —dio un largo trago de la botella y se preparó para la historia—. Sucedió hace muchos años —comenzó—. Era el primo de una tía. Nicolás creo que se llamaba. Era alguien muy ambicioso, y también alguien muy pobre. Pero por allí escuchó que existía un método, un hechizo para convertir las hojas de los árboles en dinero. El hechizo era muy sencillo, comerse las entrañas de alguien que lleve enterrado tres días. Repugnante, pero sencillo, y Nicolás creyó que lo podía hacer con facilidad.
»Así que esperó que muriera alguien en la aldea. Pero era una aldea muy pequeña, y en las aldeas pequeñas no muere gente tan a menudo como en sitios más poblados. De modo que en quince días únicamente había muerto tía Berta. Pero era su familia, no podía comerse a su familia. Además, tía Berta tenía ochenta años, estaba gorda y arrugada y Nicolás sintió arcadas con sólo imaginar que le daba un mordisco. Si ni siquiera se dignó darle un beso mientras estaba con vida, menos iba a darle un mordisco estando muerta.
»De modo que siguió esperando. Pasaron quince días, luego un mes, y nadie parecía querer dejar aquélla aldeíta, por muy miserable que pudiera ser la vida allí. Y Nicolás terminó resolviendo que, si no se ayudaba él mismo, el mundo no lo iba hacer.
»Había un hombre, se llama Efraín, y entre muchas cosas, tenía más dinero que Nicolás y también a la muchacha que Nicolás quería. Y para un hombre rencoroso y ambicioso, esos son motivos suficientes para matar.
»Así que afiló muy bien un viejo cuchillo que poseía y esperó a Efraín en el camino a su casa. Después de una larga espera, agazapado al amparo de la oscuridad, vio perfilarse una silueta: era Efraín, que tras una noche de borrachera regresaba a casa. No fue ningún problema clavarle el cuchillo varias veces hasta que muriera, y aun otras más por si acaso.