EL DEMONIO DEL BRAZO DE LA BANCA
Mile vio por primera vez al hojalatero a la salida del banco. Sus padres estaban adentro, resolviendo algún pesado asunto financiero, y Mile esperaba en la calle, observando pasar el flujo de la vida de Chiang Mai. Mientras esperaba ahí de pie, el hojalatero deambulaba arrastrando los pies, vestido con largo abrigo desgastado y un polvoriento sombrero de ala ancha, las manos sucias aferradas a las flojas manijas de una carretilla, repleta hasta el tope con la que parecía ser una revuelta colección de mantas, trajes, zapatos, chatarra y muebles rotos. Una jaula oxidada colgaba de un gancho y una cadena, golpeándose contra el borde de la carretilla con cada paso que daba el hojalatero y Mile se sorprendió al ver que un mono mojado y sucio, vestido con un chaleco de un color chillón y un diminuto gorro, emergía por debajo de una manta y se acercaba a inspeccionarlo.
El hojalatero se detuvo y volteó a mirar a Mile. Los ojos le brillaron bajo el ala del sombrero y se estrecharon. Una extraña expresión cruzó su rostro, como si lo hubiera reconocido, a pesar de que Mile estaba seguro de no haberlo visto nunca.
Mile se sintió inquieto por este indeseado contacto visual y estaba a punto de regresar al banco cuando en ese momento salieron sus padres. Empezaron a caminar para ir a almorzar, pero su papá descubrió la carretilla del hojalatero que aún seguía a su lado.
—Por Dios —dijo, alargando la mano hacia una cosa entre ese revoltijo. El mono se le lanzó, mostrándole los dientes y el papá de Mile retiró la mano.
— ¡Criatura asquerosa! —dijo entre dientes, espantándolo. El mono salió corriendo hacia el hojalatero, saltando sobre su hombro y volteándose a mirar hacia el papá de Mile con malevolencia. El hojalatero no se movió.
—¡Oiga! —dijo el papá de Mile — ¡Oiga… usted! El hojalatero aún no se movía.
—Qué hombre tan impertinente — murmuró el papá de Mile—. ¡Oiga! —gritó, dándole un golpe al lado de la carretilla. El hojalatero retrocedió un poco y se dio la vuelta lentamente. Su rostro ceñudo y desagradable tenía la misma expresión abatida y triste que Mile había visto tantas veces en el rostro de su abuela cuando sufría alguno de sus ataques de migraña.
—¡Qué puedo hacer por usted, jefe?—dijo en una voz cómicamente fuerte, como si estuviera hablando desde la otra orilla de un río y no a unos metros de distancia.
—El pobre hombre evidentemente está un poco sordo, querido —dijo la mamá de Mile, poniéndose la mano en la boca para esconder su sonrisa.
—Hay algo aquí en su carro —gritó el papá de Mile—. El mono… —Misso no le hará daño, señor — gritó el hojalatero—. No se asuste.
—Muy bien —gritó el papá de Mile, sintiéndose un poco cohibido por el volumen de su conversación. Se acercó con algo de cautela y agarró una figura tallada en madera. La sostuvo en el aire y la examinó con cuidado. Mile dio un paso adelante. La figura se asemejaba a un sujeta libros bastante elaborado, labrado en forma de un demonio con cuernos y con las alas de murciélago plegadas, acurrucado sobre las patas con la mano en la cara en la postura de alguien susurrando, su inmensa cara taciturna congelada en una amplia mueca.
—¿Qué es, papá? —preguntó Mile, fascinado y repugnado al mismo tiempo.
—Creo que se trata del brazo de una banca medieval, Mile —dijo su papá, tocándolo con admiración. ¿Recuerdas las que vimos en Bangkok el año pasado? Mile recordó entonces. Había elaboradas tallas de animales y figuras medievales. Pero no había nada como esto.
—No está para la venta —gritó el hojalatero.
—¿Cómo lo consiguió? —preguntó el papá de Mile con altivez.
—No está para la venta —repitió el hojalatero aún más alto y empezó a darse la vuelta.
—No use ese tono impertinente conmigo —dijo el papá de Mile—. ¡Estoy por llamar un policía!
—Aun así no está para la venta — contestó el hojalatero por encima del hombro, empujando la carretilla y alejándose hacia el mercado.
—¡Cómo se atreve! —Kan, por favor —dijo la mamá de Mile—. Estás haciendo una escena, la gente ha empezado a mirar. Mile miró alrededor y se dio cuenta de que en efecto la gente los estaba observando y que dos muchachos de la calle, uno de ellos sin zapatos, los señalaban y se reían. El papá de Mile se erizó, el rostro encendido, y se atusó el bigote con el pulgar y el índice varias veces antes de sonreírle a su esposa.
—Muy bien entonces. ¿Quién quiere ir a almorzar? —preguntó, recuperando el buen humor, dándole un golpecito a Mile en el hombro cuando empezaron a caminar. Pero en el almuerzo, el papá de Mile volvió con el tema del hojalatero y el demonio del brazo del banco.
—¿En qué se está convirtiendo el mundo —comentó en tono de cansancio —, cuando algo semejante simplemente se puede arrancar de un lugar de veneración sin que se haga ningún tipo de reparación?
—Era algo bastante horrible, si me lo preguntas —dijo la mamá de Mile
.—Grotesco, te lo reconozco —dijo su papá—, pero fascinante por eso mismo. Pero él no debería tenerlo. Era parte del material de una iglesia, querida.
—¿Y qué entonces de todas esas cosas bestiales en el museo? —bromeó su mamá—. ¿No fueron acaso arrancadas de templos y tumbas y cosas por el estilo?
—Eso es distinto, como bien lo sabes, mi amor —dijo su papá—. Espero que no estés comparando a mis estimados colegas con ese… ese… odioso mendigo.
Él no tiene respeto por estas cosas. Ningún respecto. Es sacrilegio, simple y llanamente. Mile estaba sorprendido al descubrir que a pesar del hecho de no compartir para nada el interés de su papá en las antigüedades, no podía sacarse de la cabeza la imagen de la banca. Mucho después de que sus padres terminaran la conversación, Mile seguía viendo en su mente el horrible y malicioso rostro del demonio tallado.
Después del almuerzo pasaron por las antiguas y venerables universidades y salieron cruzando la ciudad, por el sendero del río de regreso. El verano estaba por terminar, pero aún hacía calor y el paisaje a su alrededor estaba bañado por la luz del sol de septiembre. Los padres de Mile avanzaban por el camino de herradura, pero Mile siguió por el borde del río, buscando lucios por entre las aguas enmarañadas de hierba y emocionado al ver pasar un martín pescador, de una iridiscencia exótica, como una joya salida de la tumba de un faraón.
Algunos toscos muchachos de pueblo estaban trepando las ramas de un árbol en la orilla opuesta y lo miraron fijamente con antipatía mientras pasaba antes de reanudar sus juegos; uno de ellos brincaba desde una altura vertiginosa y formaba una inmensa salpicadura en la mitad del río.
Más adelante, las barcas se deslizaban, conducidas bajo diferentes grados de competencia. Mile observó a un grupo de estudiantes riéndose y navegando y soñó con el día en el que tal vez iría a alguna de estas universidades, cuyos altos muros y puertas vigiladas anhelaba atravesar. Pero, una vez más, en la distraída bruma de estas escenas idílicas, la mueca en el rostro del demonio regresaba y lo perseguía desde todas las sombras y desde cada estanque oscuro, hasta que se retiró de la orilla del río y se unió a sus padres en el camellón, deseoso de compañía y de una vista más amplia y luminosa. Al día siguiente la mamá de Mile lo envió donde el párroco con una nota referente a una velada musical que ella venía organizando desde hacía varios meses. Mile acababa de cruzar la iglesia cuando descubrió la carretilla del hojalatero que habían visto en Chiang Mai.
Mile sintió una extraña presión en el pecho. Sintió en las manos un ligero adormecimiento y movió los dedos. Lentamente, como guiado por un titiritero, Mile se dirigió hacia la desvencijada carretilla. El mono se sentó sobre una pila de alfombras enrolladas y lo observó con una familiaridad arrogante, como si hubiera esperado verlo. Pero no había señal del hojalatero por ninguna parte. Mile se acercó con cautela hacia la carretilla, manteniendo la vista en el mono todo el tiempo. Había visto los dientes de esta criatura y no tenía ningún deseo de recibir un mordisco. En todo caso, Mile no podía dejar de ir a buscar el brazo tallado de la banca.
Con certeza, pudo ver los pulidos cuernos de la cabeza del demonio sobresaliendo por debajo de un bolso comido por las polillas. | Miró alrededor. La calle estaba tan decierta como el cementerio cercano. Todo lo que tenía que hacer era alargar la mano y la figura sería suya. Después de todo, este sucio hojalatero probablemente lo habría robado él mismo. Robarle a un ladrón apenas si sería un crimen.
Pero así no tuviera temor de dejar una mancha en su espíritu inmortal, Mile sí sentía un miedo real frente al mono, que ahora parecía observarlo con absoluto desdén, como si estuviera emitiendo un juicio. Mile se inclinó hacia delante, extendiendo el brazo y alargando los dedos hacia el brazo de la banca. El mono no hizo ningún movimiento para impedírselo pero permanecía sentado mirándolo fijamente todo el tiempo, hasta que Mile apretó la figura contra su pecho. Sintiéndose satisfecho consigo mismo, se dio la vuelta para alejarse y quedó cara a cara con el hojalatero, quien lo agarró del brazo.
El mono de repente soltó una horrible risa ruidosa y chillona. O al menos Mile pensó que había sido el mono. Pero al mirarlo, descubrió que la boca del mono permanecía firmemente cerrada, a pesar del estruendo. El hojalatero lo miró fijamente.
—Sólo la estaba viendo —dijo Mile—. ¡Puede tomarla de nuevo!
—Quizás no, querido amigo —dijo el hojalatero, al tiempo que los chillidos subían de volumen.
—¡Suélteme o llamo a mi padre! —Lo siento, querido muchacho — dijo el hojalatero—. Lo siento mucho.
Te confundí con tu papá. Nunca pensé estar pasándolo a un joven como tú. Pero no soy yo quien hace las reglas. Ya verás. Cuando llegue tu hora harás lo mismo. Se lo entregarás a tu propia madre si tienes que hacerlo. Una sonrisa cansada cruzó su rostro y jadeaba como si acabara de soltar una inmensa carga.
El sudor le caía gota a gota sobre la frente. El ruido atronaba por entre los oídos de Mile. Sonaba como si cientos de personas hablaran a un mismo tiempo: susurrando, murmurando, gritando e insultándose entre sí. Se hablaban unos a otros y se callaban unos a otros, de tal forma que se ahogaban en el largo torrente de un ruido insoportable. A Mile le costaba trabajo entender lo que le decía el hojalatero.
—Hay cosas que debes saber, muchacho —gritó el hombre por encima del murmullo e voces
—. Así que escucha bien —y agarró el brazo de Mile aún más fuerte.
—No puedes venderlo —gritó—. No puedes regalarlo, ni puedes botarlo. Alguien tiene que agarrarlo por sí mismo. Tiene que buscarte. Tienes que hacer que le cueste el mayor trabajo posible o de lo contrario no se irá.
—¿De qué está hablando? —gritó Mile —. ¿De dónde viene todo ese ruido? Pero mientras hacía la pregunta Mile descubrió la verdad. El ruido venía del demonio del brazo de la banca.
—Encontré esta maldita cosa en un templo hace 22 años —siguió contando el hojalatero, levantando la voz aún más alto
—. Amenacé con matar al hombre que la tenía si no me la entregaba, y después lo maté por habérmela pasado, al enterarme de lo que era. Pero, por supuesto, ahora sé que este demonio empujará a un hombre a hacer cualquier cosa.
Observó la figura, los ojos parpadeantes, estremeciéndose ante unos recuerdos que deseaba poder borrar.
—No puedo decir por qué la deseaba en primer lugar, pero parece que nos elige. Sólo sabía que tenía que tenerla. Espero, muchacho, que te deshagas de esa cosa antes de lo que me costó a mí hacerlo, de verdad que sí. Algo parecido al arrepentimiento cruzó por un momento su curtido rostro, pero fue sólo un instante.
Se inclinó hacia Mile, pero aun así, Mile tuvo que esforzarse para poder escuchar sus palabras por encima del bullicio que salía del demonio. Las voces empezaban ahora a sincronizarse, como si todas estuvieran diciendo la misma cosa al tiempo, pero en desorden. Palabras y frases al azar surgían una que otra vez entre la cacofonía general.
—No lo escuches… —Flojo, flojo, flojo… —Mátalo… Cada vez hacían más difícil concentrarse en las palabras del hojalatero.
—Si amas a tu familia entonces desaparece de inmediato —le dijo—.Escucharás cosas que no querrás escuchar. No sabrás si son o no ciertas, pero no importa; el demonio envenenará todo. Si los amas, vete… muy lejos.
El hará que los lastimes si te quedas — entonces se echó para atrás, ladeó la cabeza, haciendo chasquear el cuello—. Ahora, si me excusas, debo continuar con mi camino antes de que el demonio cambie de parecer.
—¡Vete! —gritó el demonio. Las voces se habían convertido ahora en un único eco total—. ¡Corre! ¡Sí, corre, tú gusano inmundo! ¡Corre mientras puedas! El hojalatero se dio la vuelta y se alejó, dejando la carretilla donde estaba. Después de unos momentos, el mono saltó y salió corriendo detrás de él, trepó y se sentó sobre su hombro, volteándose a mirar a Mile mientras desaparecía en la distancia.
Mile miró el demonio mientras este lanzaba una desagradable acusación sobre su madre y el Sr. de la biblioteca. A pesar de que Mile retrocedió ante las palabras de la criatura, descubrió que siempre había sospechado algo por el estilo, aunque nunca había sido capaz de expresarlo.
—¡Tú sabes que es verdad! — exclamó el demonio con una violenta risa—. Pero podrías enseñarles una lección. Podrías hacer que se arrepintieran. Esas bocas que han besado, esos labios que han mentido. Haz que se arrepientan, Mile. Se merecen el castigo. ¡Merecen ahogarse en sus asquerosas mentiras! Mile se puso las manos en los oídos, pero no hizo ninguna diferencia. En ese momento la Sra. Shin apareció en el porche de su casa, guiñando los ojos por la luz del sol.
Miró por encima de la puerta hacia donde estaba Mile. Al principio él pensó que los gritos del demonio habían llamado su atención, pero supo de inmediato que ella no podía oírlos, así como ni él ni sus padres habían podido escucharlos cuando el hojalatero era la víctima de su tormentoso bullicio. Debieron haber sido los gritos del hojalatero lo que llevó a la señora Shin hasta la puerta del jardín y Mile pudo ver que le decía algo con aire preocupado, pero él no podía escucharla por encima de los chillidos del demonio sobre la señora Shin y un bebé nacido fuera del matrimonio… un niño abandonado en la puerta de un asilo hasta morir, rechazado y aborrecido.
—¡Mírala, Mile! —gritó el demonio—. Permanece ahí como una santa anciana, pero es igual al resto. He estado entre la gente durante cientos de años y todos son iguales, Mile. Todos son sólo apariencia, como la manzana que oculta el rechoncho gusano.
—¡No! —gritó Mile, ante la evidente confusión de la Sra. Shin
—. ¡Eso no es cierto! —¿Mile? —dijo la Sra. Shin —. ¿Te encuentras bien?
—¡Escucha a la horrible vieja puerca! —gritó el demonio—. ¿Por qué nadie la calla? Mile se dio la vuelta y salió corriendo despavorido fuera del pueblo y bajó por la pendiente que llevaba al río, donde las vacas levantaron las cabezas y lo observaron con una embotada indiferencia. Cuando llegó a la orilla del río agarró la figura con las dos manos, los brazos estirados. Entonces la voz de esta cambió de repente a un insoportable gemido mientras la rogaba a Mile que no la lanzara al agua.
—Mile —el demonio sonrió con afectación—. Por favor. Estaba bromeando, eso fue todo. Ese hojalatero estaba loco, pudiste darte cuenta. Te ruego que no me ahogues. Por favo-o-oo- r.
Este tono mimoso le resultó a Mile incluso más desagradable que el anterior tono de desprecio y se permitió una ligera sonrisa gracias a este poder recién descubierto y al comprender que el hojalatero había sido atormentado por más de veinte años por esta criatura cuando todo lo que necesitó fue amenazarla con ahogarla.
Mile abrió las manos y la figura cayó, golpeando el agua con satisfactorio splash. Flotó corriente abajo meciéndose en zigzag, hasta desaparecer en la oscuridad entre las oscilantes plantas. La estrepitosa voz del demonio desapareció igualmente y Mile logró apreciar con mayor intensidad la sutileza de los sonidos que ahora recibían sus oídos: el susurro de las hojas de los sauces, el aletear de las libélulas, el canto distante de una urraca.
Miró alrededor y sintió un oleaje de buen ánimo, como si hubiera estado encerrado en una fría celda gris y quedara libre en ese instante, parpadeando y agradecido hasta las lágrimas por la luz del sol de septiembre y la belleza del paisaje. Una ligera brisa se movió por entre los sauces y escuchó lejos en la distancia el sonido de un tren. Respiró profundamente y miró abajo hacia las oscuras y tranquilas aguas del río. Parecía como si la belleza del lugar hubiera envuelto la fealdad de la figura de la banca. Entonces, mientras Mile observaba el agua, le pareció ver movimiento entre el follaje de las plantas; ¿una anguila, tal vez, o un lucio? Había algo en sus contorsiones y en su movimiento errático que le provocó a Mile un escalofrío en todo el cuerpo y entonces se dio la vuelta y empezó a caminar de regreso arriba de la loma, acelerando a medida que avanzaba, hasta quedar sin aliento cuando llegó a la cima. Volteó a mirar hacia el río y sonrió.
Fuera lo que fuera esa cosa, se había librado de ella. Fue en ese instante cuando advirtió un sonido… el sonido de unas risitas ahogadas. ¿Algún niño habrá estado observándolo? Sin duda habrá parecido bastante ridículo. Estaba a punto de llamar al niño para que apareciera cuando se dio cuenta con horror de que tenía la mano izquierda fría y húmeda. Con horror creciente miró hacia abajo y descubrió que en la mano sostenía la chorreante figura, una hebra verde de alga de río colgando alrededor de su cuello como una bufanda. El demonio no pudo contenerse por más tiempo y estalló en una descarga de risas agudas. Mile la soltó y salió corriendo, pero mientras corría se dio cuenta de que la risa aumentaba de volumen y se acercaba cada vez más y pudo volver a sentir el peso de la talla en su mano.
«No puedes botarlo», la voz del hojalatero resonó en su cabeza.
—¡Oh, eso está muy bien! —gritó el demonio—. ¡Muy bien pensado de tu parte, tonto descerebrado! —se rio entre ronquidos—. ¿De verdad piensas que nuestro rancio viejo amigo el hojalatero habría sufrido con mi presencia si hubiera podido simplemente lanzarme al primer charco? Oh no, hombrecito. Me temo que no vas a deshacerte de mí así de fácil. El momento debe ser el apropiado. El próximo peregrino que disfrutará con el don de mi compañía debe estar en el lugar y a punto para la experiencia.
—¿Pero, por qué yo? —gritó Mile. —¿Sabes que todos preguntan lo mismo? —dijo el demonio—. ¿Por qué una pulga decide picar a un hombre y no a otro? ¿Cómo es que un gusano escoge un estómago en lugar de otro? ¿Por qué no tú? ¿Preferirías, quizás, que fuera tu padre?—¡Sí! —gritó Mile al borde de las lágrimas.
—¡Eso es! —exclamó triunfante el demonio—. ¡Buen chico! ¿Por qué no ese viejo charlatán pomposo? Está robando de la universidad y aun así tiene el descaro de humillarte frente a tu mamá por una cosa sin importancia…
—Nunca tomé ese tabaco —dijo Mile. —Claro que no —dijo el demonio —. Pero él no te habría creído, ¿no es verdad? —¿En realidad está robando de la universidad? —preguntó Mile. —Lo ha venido haciendo por años.
Pero ni siquiera eso lo vuelve interesante. Con razón tu mamá se deshonra con ese bibliotecario. Pero me temo que la cosa no funciona así. Soy tuyo y tú eres mío, y nunca nos separaremos, hasta que no aparezca un nuevo anfitrión. Es una maldición, ves, y una maldición debe tener sus reglas pues ¿dónde estaríamos si no? ¿Dónde estaríamos? Una vez más el demonio rugió riéndose.
Mile sacudió la cabeza y cerró los ojos, tratando de sacudirse el efecto de vértigo que le provocaba el constante ruido. De repente lo embargó una resolución inflexible. Sin importar lo que dijera el demonio, Mile estaba determinado a no compartir el destino de aquel deshecho y abatido hojalatero. Esta vil criatura no iba a arruinar su vida. Por supuesto que este diría que era imposible de evitar. Con seguridad eso sería justamente lo que diría un duende semejante. Mile caminó en dirección a su casa, ignorando los chillidos del demonio.
Cruzó el jardín de atrás por la puerta abovedada en el muro alto. Yeppe, su gata, corrió hacia él por el prado, pero se detuvo y bufó, erizando su largo pelaje gris cuando vio la siniestra figura en su mano. El demonio empezó a lanzar gritos atacando a la gata y sus desagradables hábitos, manifestándose malignamente sobre el cáncer que le crecía ya en la garganta. Mile siguió hacia el cobertizo, donde el jardinero, había dejado afuera su hacha clavada en un inmenso tronco de haya.
El demonio adivinó hacia dónde se dirigía Mile y también de su intención cuando agarró el hacha. Le gritó e insultó a Mile mientras ponía la figura sobre el tronco de madera y levantaba el hacha sobre su cabeza.
—¡Vamos! —gritó el demonio—. ¡Adelante! ¿No tienes el valor, cierto, flojo orina-camas? ¡Mírate! ¡Te tiemblan las manos! ¡Eres patético! ¡Patético! Mile respiró hondo y lanzó el hacha con todas sus fuerzas, cerrando los ojos cuando dio el golpe.
Pero en lugar de silenciar al demonio, el golpe de Mile produjo simplemente más de esa estridente risa. Cuando abrió los ojos no fue la figura de la banca lo que había partido el hacha sino el cuerpo de Yeppe; soltó el hacha como si ardiera y el gesto de su cara se transformó en horror, las lágrimas inundándole los ojos.
—¡Oh, qué lástima! —gritó el demonio—. ¿Se rompió la pequeña gatita de Mile? ¿Sabes que creo que le arrancaste la cabeza? ¡Esa va a ser una siesta de la que no se va a despertar! —comentó burlón el demonio y Mile descubrió que la figura estaba de nuevo en su mano.
—¡Déjame solo! —gritó Mile, empezando a llorar.
—Ay, ay —dijo el demonio—. Me temo que eso es algo que no puedo hacer, pequeño. Mile sollozó.
—Vamos —dijo el demonio—. No puedo creer que estés llorando por ese condenado gato. Menos mal nos libramos de esa nauseabunda bolsa de pulgas. Nunca te gustó, ¡admítelo!
—¡Sí me gustaba! —gritó Mile —. ¡La quería! —pero a pesar de afirmarlo, no estaba seguro.
—No, no es cierto —dijo el demonio riéndose entre dientes—. No realmente. Para nada. La verdad es que tú realmente no amas a nadie, ¿cierto Mile? No realmente. Ni siquiera a ti mismo. ¿No es verdad?
—¡No más! —gritó Mile. —Mile, Mile, Mile —dijo el demonio—. Cálmate. Todo esto ha sido un golpe para ti, lo sé. Quieres tu vida de vuelta, lo comprendo. Pero se ha ido. Se ha ido para siempre —la voz del demonio se convirtió en un siseo—. ¿Y por qué? Todo es culpa de ese asqueroso hojalatero, ¿no es así? Te engañó. Si no hubiera sido por él, todo sería como antes. ¡El es la causa de todo! Tiene que pagar y pagar caro.
Vamos, si a la gente la cuelgan por menos —por mucho menos— y aún así se sale con la suya arruinando tu vida. Cualquiera entendería si tomas la ley por tus propias manos y le enseñas a este viejo asqueroso una lección…
Mile asintió lentamente. El demonio tenía toda la razón al respecto. Ese cerdo había arruinado su vida. Ya encontraría una manera de deshacerse del demonio más tarde.
—Es lento. Es débil —chilló el demonio—. Puedes alcanzarlo en cualquier momento.—Ni siquiera sé por dónde se fue — dijo Mile.
—Sí, sí lo sabes —dijo el demonio —. Claro que lo sabes. Va caminando por el camino comunal. Puedes acortar camino cruzando por el campo. Es una ruta tranquila. No habrá nadie por los alrededores. Después de un momento de pausa, Mile empezó a moverse hacia la puerta del jardín.
—¿Vas desarmado? —gritó el demonio con incredulidad—. ¿Un muchacho como tú contra un viejo loco como ese? Él tiene un puñal, recuerda. ¿No lo viste colgar de su cinturón? Necesitas algo de protección. Ha matado antes, ya sabes —el demonio se rio—. Oh sí… muchas veces, muchas veces. Lo he visto hacerlo —dijo el demonio entre risas. Mile miró el hacha.
—Bien, bien —susurró el demonio —.Muy buena idea. ¡Vamos! ¡Adelante! Se está escapando. —No puedo llevarte a ti y al hacha —dijo Mile.
—El jardinero tiene una bolsa de fieltro en el cobertizo. ¡Méteme ahí dentro! —chilló el demonio. Los oídos de Mile le punzaron debido a la furiosa arremetida del demonio. La voz del demonio se había abierto paso hasta su cerebro y Mile encontró difícil distinguir cuáles eran sus propios pensamientos y cuáles eran los mandatos del demonio. Encontraba difícil pensar en una cosa distinta al hojalatero y en la pesada hacha que llevaba ahora en la mano mientras corría, la cabeza abajo y los dientes apretados, hacia campo abierto.
Editado: 01.10.2024