Cuentos de terror de mi tio Tankhun (tankhun/venice)

18

EL SENDERO Jeff se detuvo al lado de una inmensa roca cubierta de liquen que se encontraba a un lado de la entrada del corral para las ovejas y volteó a mirar una vez más hacia su casa

EL SENDERO
Jeff se detuvo al lado de una inmensa roca cubierta de liquen que se encontraba a un lado de la entrada del corral para las ovejas y volteó a mirar una vez más hacia su casa. Estuvo a punto de cambiar de parecer ahí mismo mientras observaba el montón de construcciones de ladrillo que había sido su único mundo conocido en su corta existencia, a excepción de las lomas y los lagos que lo rodeaban.
Jeff había vivido todos sus años en esta área salvaje y montañosa de Chiang Mai, la casa de su familia situada en la base de estos montes que la rodeaban como las murallas de una fortaleza. Pero era precisamente esta vista cerrada de las cosas lo que había detrás de su cautelosa escapada de la casa familiar aquel amanecer, un pequeño bulto a la espalda y la nota que le dejaba a su mamá, que lloraría al leerla. Cuando le había comentado a su papá sobre la curiosidad que sentía por lo que se encontraba al otro lado de la cima de los peñascos, su papá le había dicho:
—Hijo, somos como esas ovejas que cuidamos. Dan a luz en cierta parte del monte y es a esta misma parte donde regresan cuando son lo suficiente mayores. Están atadas a estas montañas como lo estamos nosotros. Ese es el destino que el Altísimo nos ha asignado. Somos pastores de ovejas. Somos un pueblo de montaña y eso es todo.
Así sería para el papá de Jeff, pero no para Jeff. Había encontrado en el abuelo por parte de su mamá un punto de vista diferente; pues aunque su abuelo, como su mamá, había nacido en el mismo valle de al lado, había escapado. Había escapado hacia el mar. El abuelo de Jeff había regresado a los Lagos completamente cargado de historias y no necesitaba que lo alentaran para contarlas. Era un excelente narrador de historias, incluso mucho mejor si lubricaba la lengua con Sato. Era toda una institución en la taberna hasta su muerte en ese año.
La única muerte que Jeff había experimentado antes de esta fue la de su favorito perro ovejero, y lo golpeó fuerte. Era como si un lazo de seguridad que lo ataba con el mundo exterior se hubiera roto. Con la muerte de su abuelo, todo un mundo de posibilidades parecía haber muerto también. Esto no quiere decir que Jeff sintiera un cariño especial por el viejo, ni que el viejo lo sintiera por él. A Jeff sólo le interesaban las perspectivas que su abuelo le había abierto.
Cuando Jeff sollozaba durante el servicio fúnebre celebrado en la pequeña iglesia de piedra y granito arriba en los montes, sus lágrimas eran por la pérdida de las historias, no por la pérdida del hombre. Por encima de todo, Jeff sentía furia y resentimiento más que tristeza. Las lágrimas fueron suficientes para convencer a su mamá de que aunque el muchacho no parecía demasiado unido a su papá, Jeff había quedado obviamente muy adolorido por su muerte. Algunos días después del funeral ella se acercó a Jeff con un pequeño paquete, que al desenvolverlo reveló un telescopio de bronce.
—Papá quería que tú lo tuvieras — dijo su mamá.
—¿De verdad? —dijo Jeff, intrigado al escuchar una mentira en los labios de su mamá.
—Sí… —contestó ella vacilante—.Pensó que te gustaría. Sabes, recorrió todo el mundo con él.
Jeff puso el telescopio en el ojo y se sorprendió al ver el helecho al borde de la calle meciéndose suavemente con la brisa como si estuviera sólo a unos metros de distancia, y no a cientos de metros como en realidad estaba. Su mamá le sonrió y lo dejó solo. Fue en ese preciso instante cuando Jeff decidió marcharse.
El telescopio era una señal; una señal de que tenía que abandonar el valle y ver el mundo por sí mismo. Caminaría pasando las lomas y pediría un aventón hasta el puerto y se registraría en el primer barco que lo aceptara; no le importaba, en tanto lo llevara lejos del lugar donde había nacido. Necesitaba algo de dinero, pero eso no tendría problema: sabía dónde guardaba los billetes su papá y aunque, estrictamente hablando, era robo, sus papás tendrían una boca menos que alimentar. Se trataba de un intercambio justo. De haber tomado el camino rural habría podido aprovechar montarse en una carreta, pero Jeff había decidido que de alguna forma esa no sería la manera de partir. Tenía que atravesar a pie la ruta por las lomas. Quería tener la última vista de su hogar desde arriba; verlo allá abajo como lo había hecho tantas veces en el pasado cuando estaba ahí con las ovejas en los altos peñascos.
La mañana estaba despejada, pero el frío era cortante. Había algo de nieve en los montes más altos, pero nada que pudiera detenerlo. Adoraba los montes sobre todo cuando estaban blancos en sus picos como pasteles azucarados, y sería un tierno recuerdo para disfrutar después cuando se tostara bajo el sol en una playa. El sol acaba de levantarse por encima del desfiladero y el lago empezaba a resplandecer como peltre brillante. Los pájaros cantaban en el soto al lado de su casa y entre los sauces retorcidos a lo largo del arroyo.
Jeff le echó una última mirada a la casa y partió. Cruzó el camino por el puente y atravesó por las cabañas de los tejedores. Un viejo que conocía a Jeff desde cuando era un bebé salió a la puerta cuando pasaba y Jeff se sintió de pronto culpable. Lo asaltó la urgencia de regresar directo a la casa, romper la nota y devolver el dinero que había tomado. Pero su decisión ya estaba hecha. Tenía que seguir adelante.
—Buenos días, Jeff—dijo el viejo.
— Buenos días, Sr. Jan. —
—¿Hacia dónde vas a estas horas?
—Se me perdió una cosa allá arriba —dijo Jeff—. El telescopio de mi abuelo. Quisiera encontrarlo antes de que mi mamá se dé cuenta.
—¿Ah, sí? —dijo el viejo con un tono de escepticismo que a Jeff no le gustó.
¿Quién se creía para estar preguntándole a la gente para dónde iba o no iba?
—. Bien, espero entonces que tengas suerte, joven Jeff. Era un gran tipo tu abuelo. Debes echarlo de menos.
—Claro que sí —contestó Jeff más a la defensiva de lo habría querido
—. Tengo que seguir. Adiós, Sr. Jan.
—Adiós —dijo el viejo inclinando la cabeza—. ¿Estás seguro que todo está bien, hijo?
Pero Jeff ya se alejaba, en dirección al sendero principal que serpenteaba hacia el lago de la montaña y el camino de los pastores que llevaba al pueblo. Cuando llegó a una curva cerrada en el sendero, por encima de las filas de las cabañas de los tejedores, tomó por un sendero más pequeño —un caminito de ovejas apenas perceptible— que pasaba por un gigantesco establo de piedra y por el borde alto del monte, al pie de los peñascos, uniéndose al sendero principal. Este era su sendero. Lo había caminado desde que tuvo edad suficiente para caminar solo sin la compañía de sus hermanos o padres y aunque era un sendero usado a menudo por las ovejas y los venados, nunca había visto a ninguna otra persona que lo usara y sentía que era el único trozo de este mundo que era suyo y solamente suyo.
No podía existir en realidad otra ruta por la que dejara todo atrás. Miró abajo hacia las cabañas de los tejedores y sonrió, imaginando la conversación que tendrían el viejo Jan y su papá, pero la sonrisa desapareció pronto. Deseó en ese momento haber encontrado el valor suficiente para decir la verdad: que abandonaba este valle, estos montes, esta vida; que seguía las huellas de su abuelo y se escapaba hacia el mar.
Sin embargo, a diferencia de su abuelo, él no regresaría. Empezó a caminar por el angosto sendero, siguiendo con cuidado su huella por entre la ladera de piedras sueltas. Hacía un arco en el borde de la cima y su delgada marca, apenas impresa en el paisaje, resultaba escasamente visible. Jeff caminaba con el lento y uniforme paso de la gente de la montaña. Podía caminar durante horas sin hacer una pausa para tomar un respiro, manteniendo el paso a un ritmo que determinaba él mismo y no el cambiante terreno. No tenía ningún afán. Un halcón chilló mientras sobrevolaba la ladera. Jeff pudo ver el humo subiendo desde las chimeneas en el valle, pero estaría ya en la cima antes de que alguien descubriera su partida. Incluso si pretendían detenerlo, estaría fuera de su alcance.
El sendero se volvió más quebrado a medida que ascendía hacia los peñascos y Jeff se arrepintió por no haber llevado un bastón para escalar. Se vio forzado a escalar en la última parte a medida que el sendero se perdía por una grieta entre las rocas, empujándose hacia arriba con las manos, el borde de la roca helado al tacto.
Finalmente, escaló hasta el risco, se sentó con los pies colgando en el borde y echó una mirada por todo el valle. El sol ya estaba por encima del desfiladero y las ovejas balaban, llamando a sus corderos. Desde donde se encontraba sentado podía ver dos lagos: uno reluciente bajo el la luz del sol, el otro, hacia el oeste, oscuro y melancólico, gris por el reflejo de los peñascos que lo flanqueaban. Los dos lagos estaban inmóviles como pinturas, las superficies como hierro pulido.
Jeff abrió el bulto y sacó un trozo de pan y algo del jamón que había cogido de la alacena y se los comió mecánicamente como si se tratara sólo de un combustible y nada más. La temperatura descendió de repente y el valle abajo se oscureció.
Miró hacia el este y vio que empezaban a formarse algunas nubes, tapando el sol. Se subió el cuello y lo mantuvo cerrado sobre la garganta. Agarraría calor suficiente una vez empezara a caminar. Fue entonces cuando algo llamó su atención, allá bien abajo en la encrucijada de rocas donde el camino de ovejas se separaba del sendero principal. ¡Alguien lo estaba siguiendo! Jeff miró con atención la pequeña silueta a sus pies, haciendo una mueca de incredulidad y furia nacida de un sentimiento de propiedad. Este era su sendero; ¡suyo nada más! De pronto se le ocurrió que quizás su nota había sido vista mucho antes de lo que había esperado y que se trataba de uno de sus hermanos enviado a que lo llevara de vuelta. Aunque lo pensó, sabía que ese no era el caso.
Había visto a sus hermanos en las montañas miles de veces; conocía su figura y la manera como avanzaban. Además, había algo extraño en la manera como se movía esta figura, trepando el sendero de manera frenética. Era difícil ver desde esa distancia, pero parecía como si el sujeto —Jeff estaba seguro de que la persona era un hombre— estuviera escapando de algo.
Jeff pudo ver que uno de los brazos del extraño colgaba a su lado y se sacudía de un lado a otro como el brazo de una muñeca de trapo cada vez que trepaba por una roca. La visión le produjo escalofríos a Jeff. Aun peor resultaban los misteriosos atisbos que tenía por momentos Jeff de la cara del extraño. La mayor parte del tiempo, la figura ascendía con la cabeza baja, mirando hacia el piso
Jeff sólo alcanzaba a ver el borde de la cabeza, el pelo en apariencia húmedo y brillando débilmente bajo la luz del sol.
De vez en cuando, sin embargo, el extraño levantaba la cara, como si quisiera verificar la ruta, y Jeff tenía la impresión de que el hombre llevaba puesta una especie de máscara, o un pedazo de máscara, como si se tratara de una figura de carnaval. Esto, agregado a los bizarros movimientos del extraño, hizo que Jeff sacudiera la cabeza con un gesto de confusión. Resolvió dejar que el extraño lo alcanzara y lo pasara, convenciéndose de que la molestia de cruzar saludos con alguien tan particular era más agradable que tenerlo atrás siguiendo sus pasos. Entonces recordó el telescopio de su abuelo.
Intrigado por la idea de tener una mejor imagen de este peculiar extraño abajo, Jeff escarbó en el fondo del bulto y sacó el aparato. Se lo puso en el ojo y registró el sendero, sin conseguir encontrar su objetivo en ese primer intento. Bajó el telescopio y cuando ubicó la posición del hombre, lo puso de nuevo a la altura del ojo y enfocó, mientras el extraño desaparecía momentáneamente por detrás de una roca. Cuando reapareció y levantó la cara para mirar hacia Jeff, Jeff soltó un grito y por poco soltó el telescopio por el desfiladero. Pasó un tiempo antes de convencerse de volver a mirar. El extraño se movía mucho más rápido que lo que Jeff había imaginado desde la distancia. En efecto corría y trepaba hacia arriba a una velocidad fenomenal. Su marcha era enloquecida y los excéntricos movimientos de su cuerpo quedaban ahora explicados con claridad. Su brazo izquierdo estaba evidentemente roto, en más de una parte, supuso Jeff.
La mano izquierda escasamente parecía una mano y se veía como si un herrero la hubiera estado martillando. La pierna izquierda, también, estaba sin ninguna duda aplastada y se golpeaba y bamboleaba de una manera repugnante cuando se movía. Tenía la ropa rasgada y empapada en sangre. El pelo que él había pensado ligeramente húmedo estaba con coágulos de sangre y parecía como si le hubiera arrancado el cuero cabelludo. Pero fue el rostro del hombre lo que le hizo jadear de horror a Jeff.
Los rasgos estaban completamente arruinados y parecía como algo que uno vislumbrara en un matadero o en una pesadilla. Un lado de la cara era una horrenda masa de piel cartilaginosa y rasgada, como el cadáver de una oveja después de que los grajos lo han desmenuzado. Un ojo abierto miraba hacia el otro lado. Jeff pensó de inmediato que el extraño habría sido víctima de un ataque terrible; pero ¿de quién, de qué? Él mismo había pasado por esa ruta sólo media hora antes y no se había cruzado con nadie más que con el Sr. Jan. Además, el hombre parecía como si lo hubiera destrozado un león. ¿Por qué el hombre no pedía ayuda, pensó Jeff, y cómo era que, a pesar de estar tan terriblemente herido, podía moverse de esa forma? Jeff no podría escalar corriendo ese camino así el diablo lo estuviera persiguiendo y eso que estaba en buena forma. Volvió a mirar por el telescopio y otra vez estuvo a punto de soltarlo.
El extraño no miraba hacia atrás como lo habría hecho una persona aterrorizada, como tampoco miraba hacia delante, como pensó Jeff al principio, para verificar su ruta. Mientras Jeff miraba por el telescopio, el extranjero levantó la cabeza para mirar, no el sendero, sino a Jeff y una expresión que lograba abrirse paso por entre la cara destrozada; una expresión de resolución fanática. El hombre no estaba escapando de alguien. Corría hacia Jeff.
Jeff se puso de pie resbalándose y embutió el telescopio en el bulto. Cuando empezó a alejarse del borde del peñasco empezaron a caer algunos copos de nieve, pero sus pensamientos estaban enfocados por completo en el monstruo que lo perseguía. Había estado muchas veces antes en los montes con nieve. Conocía estos senderos tan bien como nadie. Pero en segundos los copos dispersos se transformaron en una tormenta de nieve. Nunca había visto algo semejante en su vida. Tuvo que entrecerrar los ojos para poder ver algo; la vista adelante era un borroso torbellino de nieve. El viento era tan intenso que más de una vez se vio forzado a darle la espalda y cubrirse la cara y el viento parecía agarrarlo y sacudirlo, como si tratara de tumbarlo. Entonces vio la oscura imagen de la cosa que lo perseguía, se dio la vuelta y empezó a correr. Tuvo la vaga noción de haber tratado de doblarse y dirigirse hacia el sendero que tal vez lo llevaría de regreso abajo hacia la seguridad del valle y de su casa. Aceptaría con gusto cualquier castigo que su papá quisiera imponerle o sufriría las burlas de sus hermanos, si sólo pudiera escapar de esta horrorosa criatura.
Pero tan pronto como Jeff empezó a correr, se dio cuenta de que ya no tenía ninguna idea de la dirección que seguía el sendero; o de hecho de la dirección de cualquier cosa. La nieve era como una especie de inmensa mortaja que lo envolvía hasta que no consiguió ver ningún punto en absoluto, familiar o no. Aún así siguió corriendo, a pesar de estar completamente a ciegas. El horror que le provocaba la criatura sobrepasaba cualquier otro temor que pudiera asaltarlo. La nieve le aguijoneaba la cara, el hielo contra su piel ardida. Sólo una vez se dio la vuelta y pudo ver la cosa a pocos metros detrás de él. Gimió levemente como lo haría un niño y entonces se detuvo con un resbalón, las puntas de las botas al borde del peñasco. Cuando se volteó, el monstruo se acercaba lentamente. Jeff miró a izquierda y derecha, pero no había escapatoria excepto por donde venía la criatura que ahora se asomaba amenazante por entre la nieve arremolinada. Jeff empezó a sollozar y entonces gritó con desesperación.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
La criatura se arrastró sin detenerse hasta que estuvo sólo a unos cuantos centímetros de Jeff. El horror de las heridas se manifestaba ahora por completo, así como el hecho de que la ropa que llevaba puesta la criatura era idéntica a la de Jeff y como el bulto que colgaba de su hombro mutilado. El descubrimiento sacudió a Jeff mientras miraba el único ojo de la criatura, marron como el suyo.
—¡No! —gritó y la criatura gritó con él, un cruel y distorsionado espejo de su propio miedo, y entonces Jeff cayó, tambaleándose hacia atrás, en una caída a plomo desde el peñasco contra las punta agudas de la empedrada ladera abajo.
El Sr. Jan fue la primera persona que lo encontró. Era un hombre mayor y había combatido como soldado en su juventud, aunque a diferencia del abuelo de Jeff nunca hablaba del tema; igual, nunca vio el gusto de hacerlo. La pierna y el brazo izquierdos del muchacho estaban aplastados y habían quedado en un ángulo atrozmente imposible con el torso, y el rostro…
Jan sólo pudo reconocer a Jeff por la ropa que llevaba puesta. Se dio la vuelta, la boca seca y amarga por el gusto de la bilis, lanzó su abrigo por encima del cuerpo sin mirar hacia atrás y se puso en camino para comunicar a los padres de Jeff la terrible noticia.



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Editado: 01.10.2024

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