María siempre había tenido una relación especial con los espejos. Desde pequeña, le fascinaba ver su reflejo y jugar con la luz que se filtraba a través de ellos. Sin embargo, todo cambió cuando heredó un antiguo espejo de su abuela, un objeto pesado y ornamentado que había estado en la familia por generaciones.
La primera noche que lo colgó en su habitación, una extraña sensación la invadió. Aunque el espejo reflejaba la luz con un brillo cálido, había algo en él que la incomodaba. Cuando se acercaba, podía jurar que la superficie del vidrio parecía moverse, como si algo viviera dentro.
A pesar de su inquietud, María decidió ignorar las sensaciones extrañas. Una tarde, mientras se preparaba para salir, notó que su reflejo se detenía por un instante, aunque ella continuaba moviéndose. Se quedó paralizada, observando cómo su imagen parecía sonreír de manera siniestra, incluso cuando ella no lo hacía.
Con el tiempo, esas anomalías se volvieron más frecuentes. Cada vez que se miraba, sentía que la sombra detrás de ella crecía, como si un ser oscuro estuviera observándola. Cuando apagaba las luces por la noche, podía escuchar susurros apagados que parecían venir del espejo, palabras que no podía entender, pero que le helaban la sangre.
Una noche, decidida a enfrentar su miedo, se plantó frente al espejo y preguntó en voz alta: “¿Quién eres?”. En ese instante, el aire se volvió helado, y su reflejo se distorsionó. La figura detrás de ella, una sombra oscura, comenzó a materializarse, tomando la forma de una mujer con ojos brillantes y una sonrisa retorcida.
“Soy lo que has llamado”, susurró la sombra, su voz era un eco siniestro. “He estado esperando. Tu curiosidad me ha liberado”.
María sintió un escalofrío recorrer su columna. “¿Qué quieres de mí?” preguntó, su voz apenas un susurro.
“Solo un pequeño sacrificio”, respondió la sombra, extendiendo una mano que parecía disolverse en el aire. “Tu reflejo es hermoso, pero tú… tú no lo valoras. Déjame vivir en tu lugar”.
Sin saber cómo reaccionar, María retrocedió, pero el espejo pareció cobrar vida. Las paredes de su habitación comenzaron a temblar, y el vidrio se volvió opaco, cubierto por una niebla oscura. La sombra se acercó, arrastrando con ella un aire gélido que parecía succionar la calidez de la habitación.
“¡No!”, gritó María, girándose para escapar, pero al mirar nuevamente hacia el espejo, vio su propio reflejo, esta vez con una expresión de terror. La sombra la había atrapado en una trampa, y su reflejo sonrió con malicia.
“Es demasiado tarde”, dijo la sombra. “Ahora eres parte de mí. El espejo es mi hogar, y tú… tú estarás atrapada aquí para siempre”.
María sintió que su cuerpo se paralizaba mientras la sombra se deslizaba hacia ella, fusionándose con su esencia. La habitación se oscureció, y el grito de María se ahogó en el aire.
Al día siguiente, su madre entró en la habitación y encontró el espejo intacto, pero María había desaparecido. Las paredes estaban cubiertas de polvo, y el aire olía a muerte.
Los días pasaron, y los vecinos comenzaron a escuchar susurros que emanaban del espejo. Aquellos que se acercaban a mirarlo afirmaban ver la figura de una joven atrapada en su reflejo, gritando en silencio, con una sombra oscura sonriendo detrás de ella.
El espejo, ahora un objeto temido, se convirtió en una leyenda. Los aldeanos advertían a sus hijos que nunca se acercaran, que nunca dejaran que la curiosidad los guiara. Y aunque la vida continuaba, la presencia de María nunca desapareció por completo. Su historia se convirtió en un recordatorio aterrador de que algunas sombras no pueden ser ignoradas.
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Editado: 26.10.2024