El sol tardaba en ponerse durante esos meses del año. Pero cuando la noche por fin llegaba, traía consigo una hermosa brisa que refrescaba los viñedos del Valle del Duero.
Manuel, quien trabajaba largas horas en las terrazas de tierra que mantenían hidratadas las vides en los calurosos meses de verano, adoraba ese gratificante momento. No solo por la frescura de la noche, también porque era el único momento donde podía disfrutar de Joana, la hija de su empleador.
Él había comenzado a trabajar hacía un año, cuando todavía era un joven inexperto, y las primeras dos semanas habían sido horrendas. Las largas jornadas bajo el sol, los pocos alimentos y las incómodas camas de madera con paja le habían hecho plantearse regresar a Porto con las manos vacías.
Sin embargo, cuando estaba a punto de tirar la toalla, algo cambió.
Una noche, mientras volvía al galpón de piedras donde dormían los trabajadores, Manuel se desvió a la casa del señor Ribeira para avisarle que volvería a su hogar a la mañana siguiente. Estaba cansado y en lo único que podía pensar era en el caldo verde que hacía su madre. Había pasado los últimos días trabajando sin descanso para darse cuenta de que la paga no era suficiente y que a nadie le importaba la salud o las necesidades de los trabajadores de la tierra.
La gran casona de los Ribeira se encontraba en la cima de la colina; Manuel jamás había ido hasta allí, pero conocía el camino, todos lo hacían. Fue repasando el plan en su cabeza: le daría al señor Ribeira, que se iría al día siguiente, volvería a su cucheta y dejaría todo listo para tomar el rabelo en el puerto más cercano hacia Porto.
Era algo surrealista pensar que los Ribeira vivían como reyes mientras sus empleados pasaban frío y calor, hambre y sed. La casona de dos pisos se erguía imponente. Allí, las luces estaban encendidas toda la noche y la comida no se racionaba. Además de la familia, allí vivían numerosos criados que mantenían el orden y la limpieza de la casona. Pero también, los Ribeira tenían muchos amigos, familiares y aliados comerciales que eran invitados a la gran casona con regularidad. Por lo que siempre había gente entrando y saliendo. Casi todas las noches Alfonso Ribeira organizaba tertulias donde las mujeres vestían sus elegantes prendas y los hombres aprovechaban para beber vino y fumar cigarros costosos, mientras hacían trabajo de relaciones públicas.
Manuel había escuchado rumores, pero como no había la necesidad de subir hasta la gran casona, pensó que eran meras calumnias. La sorpresa se vio reflejada en su rostro cuando llegó a lo más alto de la sierra y escuchó murmullos, carcajadas y música. La opulenta fiesta se estaba llevando a cabo en uno de los salones más grandes de la mansión de los Ribeira.
Manuel aprovechó la oscuridad de la noche para acercarse a uno de los ventanales sigilosamente. Las mujeres, con sus refinadas faldas de colores, eran arrastradas por la pista de baile por hombres vestidos con sus mejores trajes. Había un grupo de hombres intercambiando opiniones políticas con una copa de vino en una mano y un puro en otra. Unos niños corrían de un lado a otro, intentando no tropezar con los bailarines. Manuel divisó un pianista que estaba concentrado en las teclas de su instrumento, tocando con exquisita precisión una melodía que él jamás había escuchado. Un par de camareros paseaban entre los presentes ofreciendo más bebidas y bocadillos.
Por varios minutos, Manuel quedó absortó en aquella imagen. Mientras ellos trabajaban al rayo del sol, la familia Ribeira se daba la buena vida. Comían y bebían lo que querían, la cantidad de veces que querían. Nadie les racionaba la comida, nadie les decía en qué horario debían levantarse o acostarse. En cambio, él y el resto de los trabajadores tenían que mendigar por un pedazo de tela cuando uno de sus pantalones se rompía por el roce de la vid contra las rodillas. Sintió un extraño cosquilleo en el pecho. Pensó en entrar a la casa y, en plena fiesta, presentar su renuncia al señor Ribeira. Quizás así, esa gente notaría que no todos eran tan afortunados para bailar y tomar a esas horas de la noche.
Sin embargo, cuando estaba a punto de ingresar, la puerta principal de la casa se abrió y una jovencita de largos cabellos oscuros abandonó la mansión de los Ribeira. Su vestido era de alta costura, de un color carmesí que realzaba aún más sus oscuros ojos. En sus manos tenía un pañuelo de lino blanco que pasó por debajo de sus párpados mientras bajaba los peldaños de piedra y caminaba en dirección a un arbusto de naranjos.
Manuel la contempló por largos segundos; el rostro de aquella mujer estaba serio y a cada rato limpiaba sus mejillas con su pañuelo.
—¿Estás bien? —preguntó en un murmullo mientras daba un paso adelante.
Ella se sobresaltó y soltó el paño, el cual cayó al suelo y se ensució con tierra. La joven dio dos pasos hacia atrás mientras intentaba ver el rostro de Manuel en la oscuridad para ver si lo reconocía. Él alzó sus manos con inocencia.
—Lo siento, no quería asustarte.
—¿Quién eres y qué quieres? —sonó algo brusca, recogió su pañuelo y lo guardó en un pequeño bolsillo que había escondido en su falda.
—Soy Manuel, trabajo para Alfonso Ribeira.
Ella lo contempló de arriba abajo, desconfiada. Pero al ver que sus manos estaban magulladas por el trabajo en las vides, supo que aquel joven no mentía.
—Se supone que los trabajadores no pueden venir aquí —murmuró.
—Solo vengo a avisarle al señor Ribeira que voy a regresar a Porto.
Ella asintió en silencio, con el mentón bien alto. Manuel estaba esperando que dijera algo más; apretó los labios intentando disimular su incomodidad.
—Le pasaré el mensaje —dijo la joven finalmente.
Esta vez fue Manuel el que asintió. Le regaló una ligera mueca y comenzó a alejarse en dirección a la choza donde descansaban el resto de los trabajadores. Pero al cabo de dos pasos, oyó la suave voz de la joven nuevamente.