Aldren caminaba con paso lento. Arrastraba los pies sobre la arena; varios granos habían ingresado en sus pesadas botas. Le habían advertido que cambiara sus ropas antes de ingresar al desierto, pero él había hecho caso omiso por mero orgullo.
Y comenzaba a arrepentirse.
Lo peor no eran los enormes montículos de arena que cambiaban de forma por capricho del viento, era el calor abrasante que lo acompañaba durante todo el día. Llevaba cuatro días de caminata y no había encontrado un solo árbol para resguardarse en su sombra, ni un solo río para beber agua. La cantimplora que llevaba solamente tenía raciones para un trago más, algo que Aldren guardaría hasta el último momento, cuando ya no le quedaran fuerzas para seguir. Su oscura capa llevaba una capucha que utilizaba para que los ojos no se cegaran con los rayos del sol y su piel no sufriera quemaduras. Sin embargo, el calor abrasante estaba cocinando su espalda y podía sentir gruesas gotas de sudor deslizándose por la piel.
El mejor momento del día era la noche, cuando el sol se ocultaba en el oeste y una gélida brisa invadía el desierto. Aldren solía quitarse la capa y dejar que sus cabellos fueran mecidos por la frescura. Pero incluso bajo las estrellas que danzaban sobre su cabeza, Aldren no podía dormir tranquilo. Serpientes, zorros, búhos y escorpiones solían abandonar sus refugios para cazar y abastecerse de alimentos antes de que el sol volviera a salir. Y Aldren no quería ser presa fácil. Su padre le había enseñado a estar siempre en alerta y eso incluía limitar sus horas de sueño para evitar bajar la guardia. Claro que estando solo, era más complicado. Desde que Aldren había ingresado al desierto, había dormido escasas horas y cada noche, cuando la brisa acariciaba sus acaloradas mejillas, sus ojos intentaban cerrarse y Aldren tenía que luchar contra su voluntad para no sucumbir al sueño. Estaba seguro de que, si se descuidaba, moriría como muchos otros que se habían aventurado en el desierto y de los que nunca más se había vuelto a saber. No, él no iba a ser otro del montón.
Cada noche, mientras contemplaba la luna, Aldren deslizaba su mano en el bolsillo de su abrigo y sacaba un talismán del tamaño de un reloj de bolsillo. Aquella oscura piedra tenía un remolino tallado a mano, que emitía un extraño brillo dorado. Hipnotizaba a Aldren cada vez que se detenía a mirarla. Allí, podía ver sus sueños, las metas que anhelaba desde hacía mucho tiempo. Y Aldren sabía, por alguna extraña razón, que si seguía por ese rumbo encontraría lo que llevaba buscando desde hacía años.
Eso lo mantenía desvelado durante las noches: el talismán, sus sueños y la suave brisa acariciando su rostro. Aldren se mantuvo optimista y continuó su larga y agotadora travesía. Pero el calor se volvía cada vez más sofocante y las pocas gotas de agua que había mantenido guardadas para resistir un poco más se habían agotado. El sol cacheteaba su rostro de manera brusca y, de vez en cuando, Aldren intentaba chupar las saladas gotas de sudor para evitar deshidratarse. Metió la mano en el bolsillo y apretó el talismán para motivarse. Su cuerpo se estaba quedando sin fuerza y sus piernas comenzaban a flaquear frente a las olas de arena que lo empujaban hacia atrás. Había empezado a ver borroso, como si el cielo azulado estuviera moviéndose de un lado a otro. Sus labios habían comenzado a agrietarse; las zonas más carnosas se habían resquebrajado y podía sentir el dulce sabor de la sangre en su lengua. Sus pensamientos comenzaron a arremolinarse y cada vez le costaba más dar un paso tras otro. Pero en un momento, su cuerpo decidió ceder y Aldren cayó sobre la arena. Sintió cómo se le quemaba parte de la piel, puesto que el suelo estaba excesivamente caliente. Sin embargo, no tenía fuerza para ponerse de pie. Aldren aferró el talismán con su mano y cerró los ojos lentamente mientras veía a lo lejos una gigantesca duna que se mecía sin control.
Cuando Aldren recuperó la consciencia, su mirada se posó en el techo de una tienda hecha con gruesas telas marrones. Pestañeó varias veces hasta que su vista logró enfocarse y luego utilizó la poca fuerza de sus brazos para enderezarse y sentarse. Un paño húmedo resbaló de su frente y cayó en su regazo. La tienda era más grande de lo que se esperaba. Aldren estaba sobre una cama montada en el suelo, con una delgada sábana cubriendo de su cintura hacia abajo. Su torso estaba totalmente desnudo. Su garganta estaba seca y le costaba tragar, como si hubiera tragado arena al desmayarse. A su lado había un cuenco dorado con agua. Se apresuró a tomarlo y dar largos sorbos para saciar su sed. El líquido helado chorreó por la comisura de sus labios, cayendo sobre su torso y refrescando su piel.
—Vaya, ya despertaste.
Aldren se giró hacia la entrada de la carpa y divisó a una muchacha de tez morena y enormes ojos avellana. Su cuerpo y cabello estaban envueltos en una sedosa tela de colores brillantes que impedía que el sol calcinara su cuerpo. La chica ingresó en la carpa y se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada; luego se quitó el pañuelo de la cabeza y suspiró. Se acercó a Aldren y le quitó el paño mojado que tenía sobre sus piernas. Lo remojó en agua fría y se lo colocó en la nuca. Aldren soltó un gratificante suspiro.
—¿Qué hacías en el desierto con esas prendas? ¿Acaso quieres morir? —preguntó con su serena voz.
Aldren la contempló con sorpresa e instintivamente buscó el talismán en su bolsillo. Sin embargo, cuando buscó su pantalón, se dio cuenta de que solamente llevaba puesta su ropa interior. Rápidamente, buscó sus prendas en aquella carpa y las encontró sobre una silla de madera. Saltó de la cama y se abalanzó sobre sus ropas. Buscó entre la tela su abrigo y metió la mano en ambos bolsillos, revolviendo hasta encontrar su talismán. Lo llevó a su pecho y respiró aliviado. Sin pensarlo dos veces, comenzó a vestirse. Se colocó el pantalón y abrochó su cinturón.