Bianca siempre solía admirar las pequeñas luces que aparecían en el bosque las noches de verano. Su abuela le había contado que aquellos diminutos brillos, que iban de un lado a otro y se encendían y apagaban durante toda la noche, eran almas en busca de su camino.
La gente no se acercaba a ellas porque tenía miedo de quedar atrapada entre las almas que buscaban la manera de trascender al más allá. Los niños del pueblo solían contar historias horribles donde las almas atrapaban a todo aquel que se atrevía a caminar en el bosque y hacían desaparecer personas curiosas. Los adultos, en cambio, se limitaban a reprender a cualquiera que expresara admiración por las luces. Desde pequeña, Bianca había escuchado historias sobre los males que acechaban en el bosque durante los meses de verano. Paradójicamente, eran días donde el sol tardaba en ocultarse y las noches eran cortas y amigables. Esas eran las noches donde más cuidado había que tener, noches en donde uno bajaba la guardia para disfrutar del calor y la agradable brisa, noches donde uno agradecía por estar vivo. Y esas almas perdidas aprovechaban la vulnerabilidad humana para consumir la chispa y apagarla. Su abuela le había contado varias veces cuentos donde aquellas almas invadían ciudades y donde los pueblerinos no podían salir de sus casas por días.
Pero aun así, Bianca sentía una extraña fascinación por las luces. A diferencia de todos en su pueblo, que tenían terror por acudir al bosque, Bianca sentía curiosidad. Era como si aquellas pequeñas lucecitas la llamaran, esperaran a que Bianca decidiera dar un paso adelante y caminar dentro del bosque.
Sin embargo, cada vez que Bianca se convencía de ir, algo sucedía. Alguno de sus padres interrumpía su huida, o a veces comenzaba a llover y ya no le apetecía salir. Para cuando Bianca se quería dar cuenta, el otoño había llegado y las almas se habían esfumado.
Ese verano sería diferente; Bianca se había convencido a sí misma de que la próxima luna nueva saldría al bosque y llegaría hasta las almas en pena. Quería saber qué sentirían, cómo sería estar con ellas. Esperó pacientemente a que la luna fuese reduciendo su tamaño con cada noche que pasaba y, cuando el gran día llegó, esperó ansiosa al pie de su cama mientras contemplaba al sol ocultarse a través de su ventana. Y cuando la oscuridad se apoderó de esas tierras y una ligera neblina copó los cielos, las diminutas manchas de luces comenzaron a aparecer esporádicamente entre los árboles. Al principio, Bianca los contempló desde el otro lado del cristal, preguntándose si sería una buena idea adentrarse en el bosque. Pero cada vez que dudaba, sentía algo en el pecho, un cosquilleo familiar que le daba paz. Algo que le decía que vaya, que se acercara a las almas.
Abandonó su casa en silencio, no quería despertar a sus padres y que sabotearan su incursión, y comenzó a caminar por el suave camino de césped que la llevaba a lo más profundo del tupido follaje. La fresca brisa acariciaba su piel y mecía su cabello de un lado a otro. Bianca escuchó los cánticos nocturnos de algunos animales que se sentían cohibidos por su presencia; los humanos no solían aparecer de noche en esa zona. Aun así, se atrevió a seguir avanzando. Los árboles pronto la abrazaron y cuando volteó, ya no podía ver su hogar. Pero Bianca no estaba asustada, todo lo contrario, sentía su sangre bombear con rapidez. Continuó su camino dando pequeños pasos.
Y pronto aparecieron. Las almas comenzaron a flotar en el aire con sus brillantes luces, yendo de un lado a otro. Bianca las contempló con una sonrisa en los labios, estirando sus brazos y esperando que las almastocaran su piel.
Una diminuta lucecita se acercó a su cuerpo y se posó en su mano. Y fue en ese momento que se sintió en paz. Una paz tan grande que decidió no regresar a su hogar. Bianca se internó en la neblina, descalza, sintiendo la humedad del césped en sus tobillos. Siendo guiadas por las almas del bosque.