Lo conocían como el cavador de la playa, pero su verdadero nombre era Simon. Desde pequeño se había ganado su apodo porque cada vez que lo encontraban en la arena, él estaba haciendo pozos por todos lados. Sus padres habían sido advertidos por las autoridades. Pero a pesar de que ellos intentaban que su pequeño se mantuviera alejado de las playas, Simon se las arreglaba para escapar y continuar cavando. Lo habían intentado todo: hablar con él, reprenderlo, enviarlo con un psicólogo, todo. Pero Simon estaba convencido de que pronto encontraría un tesoro que lo haría rico.
A pesar de los reproches y castigos que sus padres le habían impuesto, Simon siguió cavando y, una tarde en la playa más alejada de su casa, encontró un pequeño colgante con un dije dorado que tenía una extraña marca que él no reconoció. Era una especie de tortuga marina grabada con impoluta perfección.
Entusiasmado, pues lo único que solía encontrar en la arena era basura, lo llevó a su casa, donde se lo enseñó a sus padres. Pero lo que Simon no esperaba era que ellos volvieran a reprenderlo por estar cavando en las playas. Le recordaron que si él seguía haciendo de las suyas, tendría que sufrir consecuencias. El dulce sabor que había aparecido al encontrar el medallón se esfumó y esa noche Simon se durmió llorando, aferrando el colgante con sus manos.
Fue esa misma noche que Simon tuvo el primer sueño. Había estado tantas veces en el mar, sintiendo la arena en sus zapatos y refrescándose con el agua salada que traían las olas, que no le sorprendió soñar que estaba sobre un barco a vela. El buque se mecía suavemente mientras era arrastrado por los vientos hacia el horizonte. A bordo, cada uno de los marineros estaba enfocado en su tarea y Simon yacía de pie junto al timón, con el colgante alrededor de su cuello. Aquel dije era una especie de guía, algo que le recordaba a Simon hacia dónde tenía que dirigir la nave.
Al principio, los sueños se limitaban a eso: él navegando una embarcación de madera por los mares del Caribe. Pero una noche, mientras Simon dormía con el collar bajo la almohada, su pacífico sueño de verano cambió.
Uno de los marineros, aquel que se encontraba en la cofa del barco, se le acercó con paso receloso.
—Un buque, capitán, bandera del imperio español. Debe llevar mucho oro.
Simon titubeó unos momentos, algo confundido. Sabía que en las tierras donde él habitaba, años atrás, había terroríficos hombres que asaltaban buques en busca de fama y riquezas. Como sus sueños siempre habían sido tranquilos y enfocados en la navegación y los paisajes, aquellas palabras lo tomaron por sorpresa. Simon contempló el buque que comenzaba a dibujarse en la bruma del ocaso. Volvió a posar la mirada en el hombre que le estaba hablando, con el rostro perplejo. Pero cuando estaba a punto de negarse, sintió algo latiendo en su pecho. Instintivamente, Simon se llevó la mano al cuerpo y aferró el collar que colgaba de un delgado hilo de lino. El amuleto le estaba empezando a quemar contra su piel, un ardor que le molestaba pero que no le hacía daño.
—De acuerdo.
Esa noche, Simon atracó su primer navío: un galeón español con toneladas de oro que navegaba rumbo al viejo continente. Y cuando abrieron el último cofre, encontraron aquel antiguo mapa. Era un papel brillante, como si estuviera pintado con tinte dorado. En el centro, una tortuga marina con unas coordenadas escritas al margen captó la atención de Simon. Un hombre fornido, sin cabello y con el ceño fruncido se acercó con la mano en el mentón. Simon no estaba seguro de quién era, puesto que solo lo veía en sus sueños.
—Parece el mapa de un tesoro, capitán.
Él asintió. Un pergamino de gran valor. Simon lo aferró con ambas manos y lo apretó contra su pecho. En los ojos de su tripulación podía ver la sed de la gloria y el dinero que encontrarían si navegaban donde ese mapa indicaba. Pero lo que Simon quería saber era la conexión entre el mapa y el collar; ambos tenían la misma tortuga marina dibujada. Subió los peldaños de madera, cada uno rechinó con el peso de su cuerpo, e ingresó en su camarote.
A pesar de Simon había estado allí otras noches, esta vez lucía diferente. La silla de madera con el imponente escritorio estaba repleta de papeles, plumas y tintes. Una vela a medio consumir chorreaba su cera sobre el candelabro de bronce corroído. La cama, un colchón de paja cubierto con una manta blanca, estaba a medio hacer. Simon hizo a un lado los pergaminos del escritorio y expandió el mapa con ambas manos. Utilizó su cuadrante, regla, compás y brújula para sostener los extremos y mantenerlo abierto mientras él comparaba la tortuga de su collar y la dibujada en el pergamino. Eran idénticas.
Simon abrió los ojos. Su cabeza estaba cubierta por la almohada de plumas que su madre le había comprado el verano anterior. El brillo del sol golpeaba su rostro. Había dejado la ventana abierta. Se incorporó con los brazos; todavía podía sentir el vaivén del barco que había montado en sus sueños. Se llevó la mano a su desnudo cuello y comenzó a buscar el collar entre las mantas con desesperación. Lo encontró en el suelo, a pocos metros de su cama. El dije estaba tibio, como si alguien lo hubiese estado usando recientemente.
Ese día Simon se dedicó a investigar cómo leer coordenadas y trazar una línea en un mapa. Mientras sus compañeros prestaban atención en la clase de matemática, él utilizaba su regla y compás para intentar dar con el punto donde el enorme tesoro se encontraba. Buscó en su teléfono e incluso le consultó a su profesor de geografía, quien le respondió divertido y curioso.
Cuando Simon se quedó dormido esa noche, volvió a aparecer en el barco. Se encontraba en su camarote, sentado delante del antiguo mapa y trazando diferentes líneas con su pluma de tinta negra. Tres de sus hombres estaban a su alrededor y lo contemplaban con el ceño fruncido; a veces uno asentía en silencio. A Simon le temblaba la mano, pero logró marcar el punto exacto en donde las dos líneas se cruzaban. Alzó las manos victorioso y estuvo a punto de tirar el tintero.