Cuentos de Verano: Historias bajo el sol

Cartas en la Arena

Si había algo que le gustaba a Sara, era pasar las semanas de verano al este del país. Las enormes playas de arena blanca se llenaban de vida con risas por las mañanas y fiestas por las noches. Su trabajo le permitía los tres meses estivales libres y cada año, ella viajaba para poder disfrutar de esa vida, una en la que no había problemas y solamente debía disfrutar del cálido sol y el agua salada.

Fue uno de esos tantos veranos que se encontró quedándose en la playa hasta altas horas de la noche. Había participado de una fiesta donde había conocido a muchos hombres y mujeres que, como ella, buscaban un descanso de sus aburridas rutinas y desconectar de sus preocupaciones. La música se había extendido por horas y Sara había bailado hasta que los tobillos le dolieron. Las copas de alcohol habían comenzado a hacer efecto y Sara decidió caminar por la oscura playa para tomar algo de aire. Amaba sentir la suave brisa sobre sus hombros y las diminutas partículas de arena recorriendo los dedos de sus pies.

Caminó hasta un sector alejado de la playa, el cual estaba escondido entre algunas piedras y donde Sara iba cuando quería tranquilidad. De día, solía haber parejas o personas solitarias que querían evitar la horda de turistas y familias. De noche, estaba vacía. Ni siquiera las parejas se animaban a ir a esa zona, puesto que el mar solía crecer de noche y tapar la arena. Pero Sara había ido tantas veces y jamás había visto al mar devorar esa zona de la playa, que había comenzado a creer que era un mito creado por las autoridades para evitar que jóvenes impertinentes frecuentaran esa zona en la oscuridad de la noche.

Sara llegó a la playa secreta al cabo de unos minutos y, luego de verificar que no hubiese nadie más, se sentó en la arena y contempló las estrellas que danzaban sobre el mar. Su mente estaba algo mareada por el alcohol, pero todavía estaba lo suficientemente estable para darse cuenta de que una pareja caminaba sobre la arena a escasos metros de ella. Sorprendida, pues no los había visto antes, decidió permanecer en silencio mientras el joven le dedicaba unas cuantas frases de amor y la chica sonreía y le respondía con dulzura.

Pensó en el amor, aquello que todo ser humano busca en algún momento de su vida, y cómo el destino había sido tan injusto con ella. Sara también había estado enamorada y con una pareja con la que hacían todo tipo de cursilerías. Tom y ella solían quedarse despiertos hasta cualquier hora, hablando, bebiendo y jugando como niños pequeños. Cada viernes, pedían comida en alguna tienda y cenaban mientras veían una película de dibujos animados. Las pocas vacaciones que habían compartido juntos habían sido grandiosas y alocadas; viajaron a destinos extraños y vivieron increíbles aventuras juntos. Tom se había agachado en una de sus tantas travesías y le había pedido matrimonio delante de una horda de extraños que no paraban de aplaudir y gritar con emoción. Sara realmente creyó que tenía su vida romántica resuelta. Veía a Tom cada vez que se imaginaba el futuro y añoraba ese camino que el destino tenía para ellos.

Sin embargo, la perfección que habían mostrado a todos sus parientes y amigos pronto comenzó a desmoronarse. Sara descubrió que Tom tenía otra mujer a la que visitaba con regularidad. Era una muchacha unos años mayor que ella, que tenía un niño pequeño a su lado. ¿Quién era el padre? Nadie lo sabía. Sara intentó indagar entre sus allegados, dando pasos seguros para que Tom no la descubriera. Pero lo inevitable llegó cuando un amigo en común dio aviso a Tom sobre las impertinentes preguntas de Sara. Esa noche, cuando él llegó al pequeño departamento que compartían, comenzó una discusión que terminó con Sara abandonando el hogar y dejando atrás el suculento anillo que Tom había comprado para pedirle matrimonio.

Ella tomó la decisión de eliminarlo de su vida. No tomó llamadas, borró mensajes sin leer y le prohibió a su círculo íntimo decirle a Tom o a alguno de sus allegados que le dijera dónde había encontrado refugio. Al poco tiempo, Sara tomó la decisión de mudarse a otra ciudad. El dolor había carcomido su corazón y el hecho de que hubiera una mínima posibilidad de cruzarse con él la aterrorizaba hasta los huesos. ¿Y si la veía con su otra mujer y ese niño? Su mente no podía lidiar con algo así.

Sara se había mudado a una gran ciudad a dos horas de sus padres y había comenzado a armar su nueva vida. Pero jamás volvió a confiar en el amor. Desde entonces, había estado sola. Y comenzaba a añorar esa hermosa sensación en el estómago que se tiene cuando tomas la mano de la persona que más confías, más aprecias y ves un eterno futuro juntos.

La pareja soltó una carcajada. Sara desvió la mirada a la arena. Tomó un puñado de granos y los dejó caer suavemente, cual lluvia amarilla. Los extraños se alejaron entrelazados con sus brazos, caminaron torpemente hasta desaparecer de la visión de Sara con sus risitas y susurros. Ella apretó los labios y clavó su dedo índice en la arena. Todavía pensaba en Tom de vez en cuando, especialmente cuando se sentía sola como esa noche. Quizás fue por el alcohol o quizás era reflejo de su inconsciente, pero dibujó una T y una S en la arena y las rodeó con un corazón medio torcido.

Sara se puso de pie y sintió el mareo del alcohol flanqueando sus piernas. Decidió que era mejor regresar al hotel antes de que tuviera un accidente o se quedara dormida en la playa. Abandonó la arena con el ruido del mar golpeando con el arrecife detrás suyo, esperando que el agua subiera en algún punto y se tragara su dibujo.

Esa noche se durmió pensando en lo que hubiese sido y jamás fue.

Se despertó cuando el sol iluminó su rostro. Sara abrió los ojos para llevarse el disgusto de que había dejado la cortina abierta. El calor del día se había apoderado de su habitación y no pudo volver a dormir. Era la media mañana y ya se notaba que sería un día fantástico para ir a la playa y disfrutar del mar. Se vistió rápidamente y abandonó el hotel sin desayunar, el alcohol todavía estaba en su cuerpo y le había quitado el hambre. Caminó arrastrando los pies por los adoquines de piedra hasta llegar a la tibia arena. Las primeras familias comenzaban a congregarse en la playa y los niños ya habían desenfundado su arsenal de juego. Ante los gritos y los correteos, Sara decidió ir a su pequeño escondite. La cabeza todavía le dolía y quería cierta paz para descansar antes de la llegada de las masas de turistas que querían disfrutar una tarde de sol, arena y mar.



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En el texto hay: verano, magia, magia y amor

Editado: 21.08.2025

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