Cuentos Extraños De Una Mente Extraña

La enfermedad

El final del día se acercaba cuando aquel hombre cavaba un último hoyo, y cada palada le costaba más que la anterior.

Sus brazos, musculosos y acostumbrados a cualquier trabajo que requiriera fuerza bruta, se entumecían y quejaban causando dolores punzantes, haciendo sufrir al hombre. Rogando que dejara lo que estaba haciendo, tomara sus herramientas y volviera a casa a descansar.

Después de todo, mañana debía volver a su jornada de trabajo habitual y una simple enfermedad no podía (y no debía) detenerlo.

Pero el hombre ignoró todo eso y continuó con su trabajo, era preciso que concluyera ese mismo día.

El sudor se acumulaba en su frente, sintiendo que cada gota pesaba tanto como él y al deslizarse, le quemaba la piel como si fuego liquido se tratase. Para finalmente caer en el suelo con un estrépito parecido a un trueno, aturdiéndolo.

«¡Que calor!» pensó, mientras tomaba un respiro.

Clavó la pala en el montículo de tierra acumulada y se enjugó la frente. Miró al cielo, que se oscurecía con unos nubarrones grises que ocultaban el sol y se esparcían por todos lados hasta donde alcanzaba la vista.

«Pronto empezará a llover»

Giró su mirada hacia la derecha y observó el lugar donde habían dos ligeras protuberancias en el suelo rodeadas de hierba alta. Una era un poco más pequeña que el, mientras que la otra era la mitad de su tamaño.

Eran tan sutiles, que la única forma de notar aquellos dos alargados montículos de tierra, era con las dos cruces improvisadas clavadas en el suelo, que él mismo hizo con palos de madera seca que encontró por el camino.

Había pasado toda la mañana cavando aquellas dos tumbas ocupadas por su esposa y su hijo y ahora tocaba la suya.

—Maldita enfermedad —dijo y luego, con sus fuerzas renovadas, continuó con su trabajo.

Las gotas de lluvia empezaban a caer cuando el hombre terminaba de cavar su propia tumba.

Sus fuerzas estaban agotadas y respirar era una tarea casi imposible. Sentía su pecho en llamas.

Cada gota de lluvia era como balas que chocaban con su cuerpo y se incrustaban en su piel como alfileres.

Sus piernas flaqueaban con su propio peso, como si cargaran una montaña.

Sentía desvanecerse, mientras una mano helada le sujetaba firmemente el corazón.

Pero el hoyo ya estaba listo, solo debía hacer un último esfuerzo.

Se irguió, lanzó la pala tan lejos como sus últimas fuerzas le permitieron y sacó el revólver de su bolsillo.

Revisó el tambor del arma, dónde había una bala que resplandecía en el rostro del hombre, seguida por dos casquillos de bala.

—Maldita enfermedad —dijo nuevamente, a la nada donde se encontraba.

«Ella los mató, yo solo les ahorre el sufrimiento, si no, estarían padeciendo lo mismo que yo».

Los recordó en cama, dormidos, casi muertos, sus rostros le decían que lo hiciera, que jalara el gatillo y darles una muerte misericordiosa.

Y así lo hizo, luego llevo los cuerpos al campo y los enterró.

Pero sabía que fue por su culpa que haya pasado todo eso. Fue el primero en contagiarse y quien llevo la enfermedad a su hogar, donde su familia vivía tranquilamente.

El debía morir con ellos, no había cura y aunque existiera alguna, no la merecía.

Sin pensar, preparó el arma rápidamente, apuntó a su sien y se preparó para dar fin a toda esta desgracia que había caído sobre él y los suyos.

Pero fue hasta aquellos últimos momentos que su mente, atormentada por la locura, tuvo un atisbo de cordura, enseñándole la verdad a aquel desdichado hombre.

Pues no había enfermedad alguna, sólo la que su propia mente creó.

Y lo que fueron dos muertes causadas por un intento de misericordia contra el sufrimiento, se volvió en un horrible asesinato.

Pudo ver los rostros de su esposa y su hijo deformados por el terror, y escuchaba sus gritos desgarradores pidiendo ayuda desesperadamente. Miró como les apuntaba y finalmente dos explosiones.

Y luego silencio.

Dos cuerpos sin vida que le miraban fijamente mientras una laguna de sangre los rodeaba.

Esa ultima imagen quedo grabada en su mente y fue lo único que pudo ver en sus últimos instantes de vida.

Había jalado el gatillo.

 



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En el texto hay: horror, terror, terrorpsicologico

Editado: 26.05.2019

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