Y si hoy es mi último día, después de una vida de fracasos, uno más da igual… pero este es diferente. Jamás pensé que acabaría así. Yo, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared de un cuarto de hotel, apuntando con una escopeta hacia la puerta de entrada. Llegué aquí minutos antes, huyendo, sabiendo que ellos vendrían por mí.
¿Quién lo diría? Yo, el tipo tranquilo, el imbécil desafortunado que trabaja de 9 de la mañana a 10 de la noche en un asqueroso restaurante, terminaría de esta forma. Mi corazón late con fuerza, mi ropa está sucia y estoy empapado de sudor.
El sonido de la ciudad se cuela por la ventana como una mala sinfonía, sumando desesperación a la espera. Sé que tarde o temprano uno, o varios de ellos, derribarán la puerta y entonces los enviaré al infierno. Porque si algo tengo seguro es que no pienso morir solo.
Esa mañana había comenzado como cualquier otra. Me desperté, me duché y me preparé para trabajar. Mientras tomaba un sorbo de café revisaba las noticias en mi móvil, pensando en lo mismo de siempre: “Otro día más… ¿hasta cuándo durará esta rutina?” Lavé mi taza y salí de mi departamento —al que yo mismo llamaba “la caja”, pues pasaba más tiempo entre esas cuatro paredes que en cualquier otro lugar—.
El trayecto era el mismo: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Nada emocionante, nada que rompa la maldita monotonía. Y sin embargo, ese día, dentro de mí, suplicaba al universo que algo pasara.
Y pasó.
En el metro lo vi por primera vez: un hombre extraño, con un chaleco negro que le cubría todo el cuerpo, sombrero de copa y guantes oscuros. No era solo su ropa lo inquietante, sino su piel blanca como el papel y sus ojos negros como la nada. Entre toda la multitud apretada en pleno verano neoyorquino, él destacaba. Me miraba fijamente, sin pestañear.
Al bajar del vagón confirmé lo que había visto: seguía allí, observándome, esta vez con una sonrisa grotesca que mostraba dientes afilados como los de un tiburón.
Intenté convencerme: “Es Halloween, debe ser un loco con un disfraz demasiado realista”. Pero aun así, un escalofrío me recorrió.
No pasó mucho tiempo antes de que lo extraño se volviera aún peor. En la calle, tres hombres más, vestidos exactamente igual, caminaban hacia mí en sincronía. La multitud parecía ignorarlos, como si no existieran.
De pronto, una mano me agarró del brazo y me arrastró a un callejón. Era una joven de unos veintiséis años, cabello castaño corto, jeans y zapatillas Converse. Estaba agitada, miraba a todos lados y me gritó:
—¡Casi te atrapan, tonto! ¿Eres idiota? ¿No viste que venían hacia ti? ¿Que nos están buscando?
Yo no entendía nada. No sabía quién era ella ni por qué me había hecho correr. Entre respiraciones agitadas, me dijo que se llamaba Magda, que era psíquica, y que había visto a esas cosas en mis pasos antes de que me encontraran.
Su historia sonaba a locura: hablaba de seres interdimensionales, de perseguidores invisibles para los demás, de un ataque en su propio apartamento donde había muerto su esposo. Y aunque quería pensar que estaba delirando, no podía negar lo que yo mismo había visto.
Así comenzó todo.
Corríamos por un callejón estrecho, detrás de un edificio viejo que parecía a punto de derrumbarse. Magda, aún agitada, me empujó contra la pared y dijo entre jadeos:
—Eres un estúpido… ¿ibas a caminar directo hacia ellos? ¿Acaso quieres morir?
Yo apenas podía hablar. Estaba confundido y asustado.
—No… no entiendo nada. ¿Quién eres tú?
—Me llamo Magda. Y lo único que tienes que saber ahora es que esos seres no son humanos. Nos están buscando, y somos los únicos que podemos verlos.
Me contó que dos de esas criaturas habían aparecido en su apartamento días atrás. Una de ellas sostenía a su esposo del cuello cuando ella entró. El hombre, antes de morir, alcanzó a decirle: “Corre”.
Magda escapó, pero desde entonces las criaturas la seguían. Me confesó que también me había visto en el metro, y que desde ese momento supo que yo estaba en peligro.
Su relato sonaba a delirio. Pero lo que había visto con mis propios ojos —esas figuras en el metro, y los tres caminando sincronizados por la calle— me impedía negarlo del todo.
—¿Por qué nosotros? —le pregunté—. ¿Por qué pueden vernos solo tú y yo?
Magda caminaba de un lado a otro, nerviosa, fumando un cigarrillo.
—No lo sé… pero no importa. Lo único que sé es que si no nos escondemos, no sobreviviremos.
Yo quería creer que todo era una pesadilla. Que despertaría en cualquier momento en mi cama, sudado pero a salvo. Pero algo me decía que era real. Demasiado real.
—Ven conmigo —dijo de pronto—. Conozco a alguien que puede ayudarnos.
No tuve otra opción. A regañadientes la seguí, caminando deprisa entre la multitud. La ciudad seguía su rutina: taxis, transeúntes, ruidos de cláxones… como si nada extraño sucediera. Y sin embargo, yo sentía que cada sombra podía ocultar a uno de esos seres.
Tras unas cuadras, Magda se detuvo frente a un pequeño local con un letrero que decía “Lecturas Psíquicas”.
—Es aquí.
Dentro nos recibió una mujer alta, rubia, de mirada severa.
—Llegas tarde, Magda. El jefe esperaba que vinieras a las diez, no a las once. ¿Dónde demonios estabas?
Magda la ignoró con una sonrisa irónica.
—Buenos días, Lurden. Qué gusto verte tan simpática como siempre.
La mujer bufó con desagrado, pero luego nos dejó pasar. Al fondo, tras una puerta, nos esperaba el famoso señor Powell.
Para mi sorpresa no era el típico psíquico de película con túnica y turbante. No. Parecía un simple profesor viejo: pantalón con tirantes marrones, camisa blanca demasiado ajustada, lentes gruesos y un peinado desastroso. Frente a él, sobre la mesa, una bola de cristal.
—Bienvenida, Magda… —dijo con voz calmada—. Y bienvenido, Liam Stevens. Sí, ya sabía que vendrías.
#1722 en Otros
#356 en Relatos cortos
#47 en Terror
terror, miedo psicologico y terror fisico, terror fantasia locura
Editado: 28.08.2025