El niño, llamado Samuel, tenía apenas nueve años. Vivía con su madre en una vieja casa que había pertenecido a su abuelo, un lugar donde las paredes parecían siempre murmurar y las escaleras crujían incluso cuando nadie las pisaba. Su madre trabajaba hasta tarde, así que muchas noches él quedaba solo, acompañado únicamente por la luz tenue de una lámpara y los sonidos del viento colándose entre las rendijas.
Esa noche, Samuel había escuchado a sus compañeros de clase hablar de monstruos bajo la cama. Se rió con ellos, fingiendo valentía, pero al acostarse, aquellas palabras se le quedaron grabadas. Aun así, no se molestó en revisar. "Son tonterías", pensó. Se tapó hasta la cabeza y cerró los ojos.
Pasó un largo rato en silencio, hasta que escuchó un roce bajo su cama. El corazón le dio un vuelco. No quería mirar, pero el sonido se repitió: uñas arrastrándose sobre madera, lentas, como si algo esperara su atención. Se apretó contra el colchón, temblando.
Entonces lo sintió. Una mano fría, áspera, se cerró sobre su tobillo. Samuel soltó un grito ahogado mientras era jalado con violencia hacia la oscuridad debajo de la cama. Pataleó, arañó el suelo, pero era inútil: la fuerza que lo sujetaba no era humana.
Debajo, todo era más amplio de lo que debía ser. No estaba en el suelo de su habitación, sino en un pasillo oscuro, con paredes húmedas que respiraban. Algo se movía en las sombras: figuras de ojos vacíos que lo observaban, niños con miradas apagadas y piel pálida, sus cuerpos deformes como si hubieran sido estirados demasiado tiempo. Susurraban su nombre al unísono:
-Samuel... Samuel... quédate...
Él trató de correr, pero cada paso lo hundía más en ese suelo viscoso. La mano volvió a sujetarlo, ahora desde el pecho, y lo arrastró hacia una puerta que no debía existir. Al abrirse, solo había oscuridad infinita y un murmullo de miles de voces. Antes de ser devorado, alcanzó a ver lo último: su propia cama, desde abajo, como si el colchón fuera una ventana.
La madre llegó horas después. Encontró la lámpara encendida, la cama deshecha y las cobijas en el suelo. Samuel no estaba. Buscó por toda la casa, pero no halló rastro de él.
Esa noche no durmió, y al amanecer llamó a la policía. Jamás lo encontraron. Lo declararon desaparecido. La madre terminó mudándose, incapaz de soportar los recuerdos.
La casa quedó vacía durante años, hasta que nuevos inquilinos la compraron. Nadie sabía la historia. Nadie sabía que, en las noches más silenciosas, el colchón de la habitación de Samuel se hunde un poco, como si alguien se acostara allí. Y si alguien se atreve a dormir en esa cama, lo primero que escucha es un susurro entre las tablas:
-Samuel... ya no estoy solo...
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Editado: 19.09.2025