El mundo llevaba meses apagándose, pero Daniel lo sentía como si cada amanecer fuera un reloj de arena que se vaciaba un poco más. Los pájaros habían dejado de cantar hacía tiempo, y el silencio que reinaba en las calles era tan absoluto que sus propios pasos parecían un sacrilegio.
Solía despertar en la azotea del edificio donde había vivido gran parte de su vida. Allí, envuelto en una manta deshilachada, contemplaba el horizonte como si buscara alguna señal de que todavía quedaba algo por lo cual esperar. Pero lo único que encontraba era un cielo cubierto de nubes rojas y grises, una herida abierta que parecía supurar cenizas en lugar de lluvia.
Cada día descendía las escaleras del edificio con un viejo cuaderno bajo el brazo. Lo había comenzado a llenar cuando la ciudad todavía respiraba, pero ahora sus páginas eran el único eco de la humanidad. Escribía nombres: los de sus padres, los de viejos amigos, incluso el de extraños que alguna vez había cruzado en la vida diaria. También trazaba recuerdos, escenas de cafés bulliciosos, niños corriendo en los parques, conversaciones triviales en el metro. Era su forma de resistirse al olvido, como si al escribir pudiera mantener a todos ellos vivos un instante más.
La ciudad, sin embargo, se caía a pedazos sin piedad. Caminaba entre coches oxidados que parecían bestias muertas, entre escaparates rotos donde el polvo cubría maniquíes inmóviles como testigos mudos del derrumbe. Una vez encontró una muñeca cubierta de barro en mitad de la calle. La levantó, le sacudió el polvo y la dejó sobre un muro caído, como si aún esperara que alguien viniera a recogerla.
El tiempo se descomponía con la misma lentitud que los edificios. A veces el silencio se rompía con estruendos lejanos: un puente desplomándose, un poste de electricidad cayendo, un cristal estallando. Daniel no corría. Solo miraba, con el corazón pesado, cómo cada rincón que había amado se volvía ruina.
Por las noches el cielo ardía. No sabía si era el reflejo de incendios en las montañas, tormentas extrañas, o el propio sol desangrándose en sus últimos días. Desde la azotea, observaba ese firmamento encendido, preguntándose si las estrellas que veía seguían existiendo o si eran solo fantasmas de luz viajando desde un universo ya muerto.
Una tarde encontró un perro. Flaco, sucio, con la mirada perdida. Se acercó con cautela, compartió un pedazo de pan duro que aún guardaba en su mochila, y por primera vez en semanas escuchó un sonido distinto: el crujido de dientes hambrientos y un débil gemido. Lo acompañó durante dos días. Dormían juntos, caminaban juntos. Hasta que una mañana, al despertar, el animal no respiraba más. Daniel lo enterró bajo un árbol seco y escribió en su cuaderno una sola palabra: “Compañero”.
Su último día comenzó como todos los demás: con el frío calándole los huesos y el silencio pesándole en el pecho. Subió las escaleras hasta la azotea, su refugio, su atalaya de despedida. El cielo era una hoguera de cenizas que se agitaba con un viento pesado, sofocante. Se recostó mirando hacia arriba, con el cuaderno sobre el pecho.
—Si este es el fin… —murmuró— al menos que el silencio me abrace.
Cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo no sintió miedo, ni vacío, ni soledad. Solo paz.
La ciudad se quedó en silencio, guardando entre sus ruinas la última respiración de un hombre que fue testigo de cómo el mundo se extinguía.
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Editado: 19.09.2025