Nadie sabe realmente qué hay detrás de los muros del Área 51, pero Henrry sí. Él fue el único que logró entrar.
Era un exsoldado, marcado por cicatrices que nunca cerraron. Obsesionado con los secretos del gobierno, dedicó años a estudiar patrones de seguridad, turnos de guardias, puntos ciegos en las cámaras. Una noche sin luna, vestido de negro, cruzó la cerca como una sombra.
Al principio, todo parecía decepcionante: hangares vacíos, pasillos iluminados con luces fluorescentes que zumbaban débilmente, laboratorios llenos de papeles ilegibles. Pero cuanto más avanzaba, más extraño se volvía todo.
Bajó por un ascensor sin botones, que descendió durante minutos. El aire olía a óxido y humedad. Cuando las puertas se abrieron, encontró un pasillo de metal cubierto de símbolos extraños grabados en las paredes. Ninguno era humano.
La primera sala estaba llena de tanques de vidrio. Dentro, cuerpos deformes flotaban en un líquido verdoso. Algunos tenían cabezas demasiado grandes, ojos negros como pozos sin fondo, bocas cosidas con alambres. Otros parecían humanos, pero con la piel desgarrada, como si hubieran estado en proceso de convertirse en algo más. Uno de ellos abrió los ojos cuando Henrry pasó, y sus pupilas se contrajeron en forma vertical, como las de un reptil.
El siguiente pasillo llevaba a un hangar enorme. Allí había naves suspendidas en el aire, vibrando con un zumbido bajo. No estaban encendidas, no tenían cables ni motores visibles, pero flotaban, como si respiraran.
Entonces escuchó un sonido. No eran pasos humanos. Era un arrastre húmedo, como carne contra metal. Una criatura salió de la oscuridad: alta, delgada, con la piel gris pegada a los huesos, y una boca que se abría de oreja a oreja. Sus ojos eran tan profundos que parecían pozos de noche. Daniel quedó paralizado.
La criatura habló dentro de su cabeza, sin mover los labios:
—No debiste entrar. Ahora nos perteneces.
De repente, todas las cápsulas comenzaron a abrirse. Los seres despertaban, estirando brazos y piernas torcidas, caminando hacia él con movimientos quebrados, como marionetas.
Henrry corrió, pero los pasillos parecían cambiar de forma, estirarse, cerrarse. El ascensor ya no estaba. Solo había puertas que se abrían hacia laboratorios cada vez más horribles: mesas de operaciones cubiertas de sangre seca, grabaciones de gritos humanos, cuerpos abiertos aún latiendo.
Al final, lo atraparon. Nadie lo volvió a ver afuera.
Solo quedó un archivo en los registros del Área 51, marcado como “Sujeto Humano 452”.
Y cada vez que alguien pregunta qué hay ahí dentro, las respuestas son siempre las mismas:
“Nada, solo instalaciones militares.”
Pero en el subsuelo, Henrry aún grita.
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Editado: 19.09.2025