Esa noche el insomnio me tenía atrapado otra vez. Afuera, el vecindario dormía bajo un cielo apagado, sin luna, sin viento. Yo me quedé con mi vieja radio de mesa encendida, buscando compañía en las ondas nocturnas. Como siempre, terminé en Coast to Coast AM con Art Bell.
Había algo especial en esa voz profunda y tranquila de Art; era como un faro en medio de la oscuridad, un lugar donde lo imposible podía discutirse sin miedo. Esa madrugada las llamadas giraban en torno a conspiraciones, ovnis sobre Nevada, luces en Arizona… lo de siempre. Hasta que la línea se abrió para una voz que todavía hoy me persigue.
—No tengo mucho tiempo… —dijo el hombre, entrecortado, como si hablara mientras huía—. Ellos me persiguen.
Se me heló la sangre. Había escuchado cientos de bromistas en ese programa, pero esa voz no era una broma. Sonaba auténtica, desesperada, al borde del colapso. El silencio en el estudio de Art Bell también lo delataba: incluso él, acostumbrado a todo, estaba atento.
—Trabajé en instalaciones… —prosiguió el hombre, respirando agitado—. No todas son bases militares, no… algunas son puntos de entrada. Lugares donde ellos cruzan. No todos son extraterrestres… algunos son interdimensionales.
Mis manos se crisparon sobre las sábanas. Podía escucharlo sollozar entre frases, como si lo que decía le doliera tanto como el miedo de confesarlo.
—La población… están eliminando sectores estratégicos. Las catástrofes, las desapariciones… nada es casualidad. Ellos están controlando todo.
Lo dijo casi gritando, como si soltarlo al aire fuese su última oportunidad de advertir al mundo. Yo, frente a mi radio, apenas podía respirar. El zumbido eléctrico de la antena se mezclaba con el jadeo del hombre, creando la sensación de que algo se estaba filtrando a través de las ondas.
De pronto, ocurrió.
Un pitido agudo rasgó la transmisión. La voz se distorsionó, convertida en un gruñido metálico, y un estruendo vibró por los parlantes. La radio entera tembló sobre mi mesa de noche. Y luego… el silencio. Un silencio brutal, imposible, como si la frecuencia hubiese muerto en seco.
Me quedé paralizado. Miré el aparato con la certeza de que lo que había sucedido no era una simple interferencia. Pasaron segundos interminables. Mi cuarto parecía más frío. El silencio, más pesado.
Finalmente, la voz de Art Bell regresó, con un titubeo extraño:
—Perdimos la llamada… tuvimos un corte… —intentó explicarse, pero se notaba que ni él lo entendía del todo.
Yo no pegué los ojos el resto de la noche. Dejé la radio encendida, esperando que aquel hombre volviera, pero no lo hizo. Nunca volvió.
Con los años he leído teorías, supuestas explicaciones técnicas, incluso grabaciones repetidas hasta el cansancio. Algunos juran que fue un actor, otros que se trató de un fallo eléctrico. Yo no lo creo. Yo escuché el temblor en esa voz, el miedo verdadero que no puede fingirse.
Y aún hoy, cuando cierro los ojos, recuerdo el instante exacto en que la señal murió. Recuerdo cómo la radio se volvió muda, como si alguien hubiera arrancado el aire mismo.
No fue una broma.
No fue un fallo.
Yo estuve allí, escuchando, la noche en que un hombre gritó su verdad al mundo… y alguien, o algo, lo calló.
#1850 en Otros
#384 en Relatos cortos
#69 en Terror
terror, miedo psicologico y terror fisico, terror fantasia locura
Editado: 19.09.2025