Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 12-La teoría del Bosque oscuro.

El universo siempre me pareció un lugar silencioso. Un vacío inmenso, helado, donde las estrellas titilaban como brasas apagándose. Había dedicado mi vida a escucharlo, a cazar señales escondidas en ese mar de estática, y lo más inquietante siempre fue la ausencia.

Al menos, hasta esa noche.

Trabajaba en un radiotelescopio perdido en las montañas. No había pueblos cerca, ni carreteras transitadas; solo nieve, viento y el crujir metálico de las antenas girando en la oscuridad. La estación parecía un esqueleto oxidado mirando al cielo.

Esa noche estábamos transmitiendo un patrón matemático sencillo, casi infantil. Un saludo al vacío. No esperábamos respuesta. Mi jefe solía bromear que lo único que encontraríamos sería el eco de nuestra propia desesperación.

Pero el eco no fue nuestro.

A las 03:27, el monitor vibró con un pulso agudo, una señal tan precisa que ningún fenómeno natural podía imitar. Me quedé helado. No eran palabras, ni sonidos, sino una secuencia ordenada, cargada de una lógica ajena. Era como un ojo que se abría lentamente en la oscuridad.

Mi piel se erizó.

La señal repetía nuestras propias emisiones, como si alguien -o algo- nos estuviera devolviendo el saludo. Pero al final añadió algo más: coordenadas. Nuestra posición exacta en la galaxia, marcada con una claridad que me dejó sin aire.

Alguien nos había escuchado.

Los días siguientes se convirtieron en una obsesión. La señal continuaba, cada vez más breve y directa. Un torrente de cálculos llegó, códigos que parecían predecir órbitas, trayectorias, colisiones. Como un cazador trazando el mapa de su presa.

Una noche encontré a mi supervisor sentado frente a la pantalla, inmóvil, con los ojos enrojecidos. No respondía a mis preguntas. Solo murmuraba una frase una y otra vez:

-Somos una antorcha en el bosque oscuro... una antorcha en el bosque oscuro...

No hizo falta que lo explicara. Yo conocía la teoría.

El universo es como un bosque nocturno infinito. Cada civilización es un cazador escondido tras los árboles, con el dedo en el gatillo. Nadie habla, nadie se mueve, porque el más mínimo sonido puede revelar tu posición. Y si alguien grita, si alguien se atreve a brillar, los demás cazadores lo destruirán sin dudar. No por maldad, sino por miedo.

Nosotros habíamos gritado.

La señal final llegó con un pulso profundo, grave, como un latido que sacudía la carne. No era sonido; era algo más primitivo, una vibración que atravesaba mis huesos. Afuera, los animales del bosque habían desaparecido. El viento mismo parecía contener la respiración.

Miré al cielo y lo vi.
Una línea roja, fina como una cicatriz, cruzaba el firmamento. No era un meteoro, ni un satélite. Era algo más preciso, algo que se deslizaba directo hacia nuestras coordenadas.

El miedo me paralizó. No había mensajes de paz, ni promesas de amistad. Solo silencio y movimiento. El bosque había escuchado nuestro grito... y un cazador se había levantado.

Los días siguientes fueron caos. Comunicaciones militares nos ordenaron destruir las antenas, borrar todo registro. Pero ya era tarde. El cazador había apuntado, y yo lo sabía.

Dormía poco, y cuando lo hacía, soñaba con un bosque interminable. Árboles negros, afilados como lanzas, y entre ellos, figuras al acecho. Sus ojos brillaban débilmente, esperando el menor descuido. Y yo estaba en medio, sosteniendo una antorcha encendida que iluminaba kilómetros de oscuridad. Sabía que debía apagarla, pero no podía.

Despertaba sudando, con el eco del pulso en los oídos.

Anoche ocurrió.

El cielo se abrió como una herida. Una luz blanca descendió sin sonido, y durante un instante todo se volvió día. No hubo explosión, solo un temblor bajo mis pies, un rugido que atravesó el aire como si el mundo mismo gimiera.

Corrí a la sala de control, pero estaba vacía. Monitores destrozados, cristales rotos, papeles flotando en el aire. Solo quedaba una pantalla encendida, mostrando una secuencia que reconocí al instante: otra cuenta regresiva.

El suelo vibraba. La estación entera parecía un animal a punto de morir. Afuera, los árboles ardían sin fuego, consumidos por una luz imposible.

Comprendí el verdadero terror.

No era que estuviésemos solos.
No era que nos hubiesen escuchado.
Era que nadie debía ser escuchado nunca.
El silencio del universo no es vacío: es miedo. Miedo puro, compartido por todos los que acechan en la oscuridad.

Y ahora nosotros hemos roto ese silencio.

La cuenta regresiva llega a cero.
Ya no queda nada más que escribir.

Si alguien encuentra estas palabras, que las grabe en su mente y las guarde en su sangre:
Nunca hables en el bosque oscuro. Nunca




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