Cuentan los antiguos que, en lo alto de la montaña más fría del Bosque del Olvido, vivía un hombre de madera.
Su cuerpo era firme como el roble, pero su corazón, helado como el invierno, jamás había conocido el calor del amor.
Un día, entre el silencio de la nieve, apareció una pueblerina de mirada dulce.
Al verla, el hombre de madera se enamoró perdidamente, aunque ella, al comienzo, temió su figura extraña, confundiéndolo con un monstruo.
Con el tiempo, sin embargo, sus almas se acercaron, y cada tarde ella lo visitaba.
Él, en señal de amor, le ofrecía la flor de la vida, flor secreta que solo él conocía.
Mas, cuanto más cercanos eran, más frío se volvía el corazón del hombre.
Y los años pasaron… La doncella envejeció, mientras él seguía joven bajo la condena de la eternidad.
Cuando ya no pudo subir más a la montaña, envió con un pájaro carpintero su último mensaje:
sus días llegaban a su fin.
Dicen que, tras su partida, en la cima se vio al hombre solitario, mirando el horizonte con una tristeza que hasta las aves comprendieron.
Un gran vuelo de pájaros abandonó la montaña para siempre, y desde entonces, se murmura que aún puede vérsele allí, cada ocaso, esperando.
Los siglos transcurrieron.
El hombre de madera continuaba en su cumbre desierta, hablando con el viento y recordando a su amada.
En su honor, sembró un jardín de rosas tan puras, que la oscuridad jamás pudo tocarlas.
Un día, el viento, en un susurro, le preguntó qué deseaba.
Y él respondió:
—Ser mortal. Para reunirme con mi amada. Para que ni la muerte ni el destino vuelvan a separarnos.
El viento, conmovido, llevó sus palabras al Señor Tiempo.
El colibrí, que había escuchado aquel lamento, ordenó a todas las aves guardar silencio.
Así, durante trescientos años, los hombres dejaron de escuchar sus cantos, y en medio de sus guerras, se detuvieron.
El silencio les reveló la tristeza del hombre de madera.
“Él no ha hecho mal alguno —dijeron— y solo pide amar, mientras nosotros nos perdemos en vanidades.”
Y hasta los mortales rogaron a sus dioses por él.
Entonces, el viento regresó, trayendo consigo a las aves que habían partido y, entre ellas, al mismísimo Destino.
Cuando este posó sus pies en la cumbre, las flores estallaron en vida.
El hombre de madera sonrió por primera vez desde la muerte de su amada,
y su cuerpo se transformó en un árbol gigantesco, mientras su alma volaba con los pájaros, guiada por el viento y el Destino, hasta reunirse con ella.
Se dice que, aquel día, la cumbre conoció la lluvia por vez primera,
y el jardín floreció tanto que se volvió bosque, extendiéndose por el mundo.
A los hombres les dio frutos, y a las mujeres, rosas preciosas.
Nunca nadie volvió a escalar aquella montaña,
pero las leyendas aseguran que el árbol en que se convirtió el hombre creció inmenso,
y que jamás, en toda la eternidad, el Destino se atrevió a marchitar sus ramas.
Algunos cuentan también que el hombre de madera y la pueblerina dejaron huellas en este mundo,
pero solo aquellos que saben mirar con el corazón son capaces de encontrarlas.
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Editado: 19.09.2025