Al principio eran solo murmullos.
Un zumbido en la cabeza, como si alguien hablara detrás de él en un idioma que casi comprendía. Mateo lo atribuía al cansancio: noches en vela, un trabajo gris y un departamento tan estrecho que las paredes parecían encogerse con cada respiro.
Pero pronto notó el patrón: cada vez que salía a la calle, había alguien siguiéndolo. Un hombre con sombrero, una mujer con un carrito de compras, un niño en bicicleta. Siempre alguien detrás. Nunca lograba verles bien el rostro: estaban desenfocados, como siluetas disfrazadas de gente común.
Evitó el transporte público; los espejos de los vagones reflejaban más personas de las que había en realidad. Cerró las cuentas de correo y tapó las rendijas de su apartamento con cinta adhesiva. Cada noche escuchaba pasos en el pasillo, frente a su puerta. Pausas largas. Como si alguien apoyara la oreja contra la madera.
Trató de tranquilizarse:
—No hay nadie, Mateo, solo estás cansado…
Esa misma noche, el teléfono sonó. Silencio absoluto. Luego, respiraciones al otro lado. Colgó de golpe, temblando.
A partir de entonces, dejó de salir. Apenas dormía. Escribía en libretas nombres, rostros, lugares: todo era una red. El portero del edificio, la señora del quinto piso, la niña que jugaba en el pasillo. Todos estaban involucrados. Todos eran parte de “ellos.”
Una madrugada lo escucharon gritar. Los vecinos llamaron a la policía. Cuando entraron al apartamento, Mateo estaba en el suelo, rodeado de decenas de páginas arrancadas con garabatos frenéticos: ojos, bocas abiertas, frases tachadas una y otra vez.
En la pared, con tinta temblorosa, había escrito:
“Sé que están aquí. Me persiguen. Me observan.
Y ahora que ustedes han entrado… también son parte de ellos.”
Los oficiales intercambiaron miradas incómodas. Habían visto casos de psicosis, pero nunca tan avanzado. Mientras uno revisaba la habitación, otro llamó por radio:
—Tenemos un sujeto en crisis. Necesitamos traslado psiquiátrico.
Mateo apenas respiraba. Tenía los labios secos y los ojos rojos, clavados en la puerta abierta. Cuando dos policías intentaron levantarlo, se retorció, gritando:
—¡No los dejen entrar! ¡No los dejen pasar! ¡Ya están aquí!
En ese instante, las luces parpadearon. Un golpe seco resonó en el pasillo. Luego otro. Como pasos arrastrados, pesados, acercándose lentamente. El pasillo estaba vacío, pero el eco de aquellas pisadas heló la sangre de todos.
Los oficiales apuntaron sus linternas.
Nada.
Uno de ellos se giró hacia Mateo, dispuesto a callar su histeria. Pero el hombre ya no lloraba. Sonreía, con una calma siniestra, y murmuró:
—¿Ven? Les dije que no era yo. Nunca fue solo en mi cabeza…
La radio de los policías chirrió con estática. Una voz desconocida susurró entrecortada:
“Objetivo localizado. No dejen que escape.”
Mateo comenzó a reír, una risa rota, entre sollozos. Afuera, en el pasillo, las luces se apagaron de golpe.
Y entonces, los pasos regresaron. Esta vez no se detuvieron frente a la puerta… entraron.
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Editado: 19.09.2025