En los arrabales oscuros de Londres, cuando la niebla cubría las calles y los faroles apenas conseguían rasgar la penumbra, corría un nombre susurrado entre dientes: Jack el Saltarín. No era un ladrón ni un simple asesino; los testigos lo describían como algo imposible. Saltaba los muros de tres metros con la ligereza de un felino, y sus ojos brillaban con un resplandor azulado que helaba la sangre.
Los periódicos hablaban de él como una “figura misteriosa”, pero en las tabernas y en los callejones se le llamaba demonio. Algunos afirmaban que su aliento despedía llamas, otros juraban haber oído el rechinar de garras contra la piedra al acechar desde los tejados.
Una noche de noviembre, Eleanor Wright, hija de un carnicero, regresaba sola a casa tras visitar a una amiga enferma. El viento soplaba con furia, y la luna se ocultaba tras las nubes. Al pasar frente a una vieja verja de hierro, escuchó un golpe seco. El silencio se quebró. Giró la vista y lo vio: una figura alta, cubierta por un abrigo oscuro, inmóvil en lo alto del portón, como un cuervo observando.
—Buenas noches, señorita —dijo con una voz metálica, más cercana a un chirrido que a palabras humanas.
Antes de que Eleanor pudiera responder, el ser descendió de un salto imposible, cayendo frente a ella sin emitir un solo ruido. Su rostro estaba oculto bajo una máscara brillante, y de su boca emergió un chorro de vapor incandescente.
Eleanor gritó, pero su voz se apagó en la niebla.
Al día siguiente, la policía encontró a la muchacha temblando en la calle, incapaz de hablar. Sus manos estaban arañadas, y en su cuello quedaban marcas como de garras. Cuando por fin pudo pronunciar palabras, lo hizo entre sollozos:
—Saltó… no caminaba, saltaba… como un monstruo.
El rumor se extendió con rapidez. Nadie quería salir de noche, y los niños eran arrastrados temprano a casa mientras las campanas tocaban a lo lejos. Sin embargo, la figura aparecía de nuevo, siempre en lugares distintos: en los tejados, en los jardines de las casas nobles, en los callejones donde las prostitutas aguardaban clientes. Su risa resonaba como un eco metálico, burlándose de los hombres que intentaban atraparlo.
Una patrulla juró haberle disparado a quemarropa, pero las balas rebotaron en su pecho como si llevase una coraza invisible. El ser respondió lanzándose sobre ellos, desgarrando los uniformes y dejando a dos agentes inconscientes en el suelo.
El miedo creció hasta convertirse en histeria. Algunos decían que era un noble aburrido, escondido tras un disfraz. Otros, que se trataba de un ente sobrenatural, un demonio surgido de las cloacas para alimentarse del terror humano.
Una noche, el reverendo Collins decidió desafiar al ente. “El mal solo prospera en la sombra”, proclamó, armado con una cruz y un farol de aceite. Recorrió los callejones de Whitechapel, rezando en voz alta. Pero al llegar al viejo puente de piedra, el farol se apagó de golpe. En la oscuridad, escuchó un salto seco tras él.
—¿Acaso crees que tu dios puede detenerme? —susurró una voz, tan cerca que podía sentir el calor del aliento en su oído.
Al amanecer, el farol apareció flotando en el río. El cuerpo del reverendo nunca fue hallado.
El terror alcanzó su punto máximo cuando Jack comenzó a golpear las puertas de las casas. No pedía entrar: brincaba sobre los tejados, arañaba las ventanas y dejaba marcas de fuego en las maderas, como si sus manos ardieran por dentro. Los habitantes, encerrados y temblorosos, escuchaban sus risas en el tejado, esperando que se marchara antes de que amaneciera.
Se organizó una cacería. Cientos de hombres, armados con garrotes y antorchas, recorrieron los barrios infestados de miedo. Y lo hallaron. En mitad de la plaza mayor, Jack los esperaba de pie, inmóvil, como si supiera que iban tras él.
—¿Queréis atraparme? —gritó con una voz que retumbó como hierro golpeando hierro—. ¡Pues atrapadme!
Saltó por encima de ellos con una agilidad monstruosa, cayendo sobre los tejados más altos. Los hombres lo persiguieron, pero cada intento terminaba en fracaso: el ser siempre iba un salto por delante. Algunos aseguraron que, al alcanzar la torre de la iglesia, desplegó unas alas oscuras, aunque otros lo negaron, atribuyéndolo al delirio del pánico.
Lo cierto es que esa fue la última vez que Londres lo vio con claridad. Tras aquella noche, las apariciones se volvieron escasas, hasta desvanecerse.
Pero las historias no murieron. En los pueblos a las afueras, madres aún advierten a sus hijos: “No te alejes de casa después del anochecer, o Jack el Saltarín vendrá a buscarte”.
Y en las noches de niebla espesa, algunos juran escuchar un golpe metálico en los tejados, seguido de una carcajada que hiela los huesos. Una risa que recuerda que Jack nunca se fue, solo espera.
Epilogo-El regreso.
Más de un siglo después, en un barrio moderno a las afueras de Londres, una estudiante universitaria caminaba de regreso a su departamento. Llevaba los audífonos puestos, el celular en la mano y la mente distraída en los exámenes que la esperaban.
Al doblar la esquina, el farol de la calle parpadeó. El aire se tornó más frío de lo normal, y un golpe seco resonó sobre el techo de un edificio cercano. La joven levantó la vista: una sombra oscura se movía en los tejados, demasiado rápido para ser un gato, demasiado grande para ser humano.
Una risa metálica, antigua, se abrió paso en la noche.
—Buenas noches, señorita…
El celular cayó de sus manos. La pantalla iluminó el suelo por un instante, reflejando dos ojos brillantes, azulados, que la miraban desde lo alto.
Jack había vuelto.
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Editado: 19.09.2025