Nunca pensé que la soledad pudiera volverse tan densa, tan aplastante como un muro que respira a mi alrededor. Al principio era apenas un silencio cómodo, un refugio tras las largas jornadas en la oficina. Pero con los meses se convirtió en algo más… un vacío que me observa, que me rodea en cada rincón de este apartamento olvidado por la luz.
Vivo en el quinto piso de un edificio antiguo, construido con esas paredes gruesas que parecen retener el eco de cada voz. Mis vecinos rara vez se dejan ver, y cuando lo hacen, apenas cruzamos una palabra. Lo prefiero así, o al menos eso solía decirme. El único sonido constante es el crujir de la madera bajo mis pasos y, a veces, el murmullo de las tuberías, como si dentro de ellas alguien susurrara mi nombre.
Las noches son las peores. El sueño se me escapa como un animal esquivo, y me quedo despierto, escuchando. No es un simple escuchar pasivo, no. Siento que me acechan ruidos diminutos: pasos que no son míos, respiraciones lentas en la oscuridad, un roce de uñas sobre el yeso. Cada vez que me levanto y enciendo la luz, la habitación permanece vacía, impecable. Pero juro que cuando apago la lámpara, vuelven, más fuertes, más cercanos.
Anoche, mientras intentaba conciliar el sueño, escuché tres golpes en la pared, justo detrás de mi cama. Tres, espaciados, como si alguien quisiera marcar un compás. Me quedé inmóvil, con el corazón latiendo en la garganta. Toqué la pared con la mano, y estaba fría, húmeda. Nadie respondió, pero el eco de los golpes seguía rebotando dentro de mi cabeza.
Desde ese instante, tengo la certeza de que no estoy solo en este lugar. Y lo más inquietante no es la idea de que alguien más habite aquí conmigo, sino que… comienzo a preguntarme si siempre estuvo conmigo, incluso antes de que me diera cuenta.
Hoy desperté con la sensación de que alguien me observaba. No fue un simple presentimiento: estoy seguro de que había ojos en la habitación, fijos en mí, como agujas atravesando la piel. Me incorporé de golpe, jadeando, y la penumbra apenas me devolvió el reflejo de mis propios muebles: la mesa, la silla junto a la ventana, el armario entreabierto. Nada más.
Sin embargo, juraría que el aire estaba distinto, más pesado, como si alguien hubiera estado allí y se marchara justo antes de que abriera los ojos. El olor también era extraño: una mezcla de humedad y óxido, un aroma metálico que no reconozco en este apartamento.
Me preparé un café para sacudirme la inquietud, pero hasta el ruido de la cafetera me resultó perturbador, como si no hervía agua sino algo vivo que respiraba dentro del metal. Dejé la taza sin tocar; el sabor del primer sorbo me supo a tierra, a hierro.
He comenzado a escribir en este cuaderno porque siento que mis pensamientos se deshacen si no los pongo en palabras. A veces, cuando vuelvo a leer lo que escribí la noche anterior, encuentro frases que no recuerdo haber escrito. Hoy, por ejemplo, había una línea torpe, garabateada con mi propia letra, que decía:
“No abras la puerta después de medianoche.”
No sé en qué momento lo escribí. No sé si lo soñé o si realmente me levanté, medio dormido, y lo anoté. Pero lo cierto es que anoche alguien llamó a mi puerta. Tres golpes suaves, como los de la pared.
No abrí. Me quedé sentado, mirando el picaporte, que vibraba apenas, como si una mano insistiera del otro lado.
Y mientras tanto, una voz, baja, pegada a la rendija de la puerta, susurraba mi nombre.
La línea en el cuaderno — “No abras la puerta después de medianoche” — se pegó a mi mente como un insecto imposible de arrancar. Pasaron las horas y en cada pausa del día volvía a esa frase, como si la hoja la respirara y la devolviera en pequeñas bocanadas. Hice lo que cualquier persona cuerda haría: verifiqué los cerrojos, cambié la cadena, empujé una silla contra la puerta. Todo para convencerme de que estaba a salvo. Pero las medidas físicas no frenaron la sensación de intrusión; al contrario, la acentuaron, como cuando taponas una fuga y escuchas el siseo crecer detrás del yeso.
En la oficina me miraban raro. Al principio pensé que era por mis ojeras; más tarde sospeché que era por la manera en que dejaba de hablar a mitad de las frases, como si alguien me cortara la voz con la palma de una mano. Me dijeron que me había encogido. Me dijeron otras cosas que ahora me cuesta recordar limpias, porque la memoria se ha vuelto una pantalla empañada donde las imágenes aparecen y desaparecen con capricho.
Empecé a ver pequeñas cosas que no estaban. Un hilo de sombra que cruzaba la pared cuando pasaba por el pasillo; una figura delgada que se asomaba por la ventana del cuarto piso opuesto, pero que al mirar con atención se diluía en la lluvia o en la textura de la noche. No eran alucinaciones completas —todavía— sino insinuaciones, señales de humo que me anunciaban algo mayor.
Una tarde, al regresar a casa, escuché risas ahogadas en el rellano. Pensé en tocar la puerta de algún vecino, en bajar las escaleras y reclamar, pero una fuerza antigua y perezosa me sujetó al quicio, como si la casa misma se negara a dejarme salir. Las risas cesaron al instante, y un silencio grueso descendió. Sentí entonces, con una claridad que dolía, que habían salido de algún lugar dentro de las paredes. No pude probarlo; es algo que ahora permanezco obligado a creer porque no sé a quién más contarlo.
Esa noche me forcé a lavarme la cara frente al espejo. Quería ver al hombre cansado que había sido, o al menos a su esqueleto: ojos hundidos, barba de dos días, una cicatriz diminuta en la ceja izquierda que me recordaba una juventud menos precaria. En lugar de eso, el espejo me devolvió otra cosa: una versión de mí con los bordes lechosos, la piel translúcida como papel cebolla, y los ojos ligeramente descentrados, como si observaran no al que se mira, sino a algo que está justo a su izquierda. Parpadeé, froté los ojos, y volví a mirar. El reflejo se movió con un desfase imperceptible; primero abría la boca, luego yo; levantaba la mano, y yo la seguía con un eco retardado.
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Editado: 19.09.2025