Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 17- La cosa del Bosque.

El bosque de Hadrick siempre había estado ahí, como una sombra inmensa que rodeaba el pueblo. De día, parecía un lugar común: árboles retorcidos, hojas secas y pájaros cantando en las ramas altas. Pero al caer la noche, el aire cambiaba, y el bosque parecía mirarte.
Los ancianos advertían:
—No crucen los árboles cuando oscurezca. La Cosa despierta.

Pero los jóvenes nunca escuchan.

Esa noche, tres amigos decidieron entrar con linternas, risas nerviosas y la arrogancia de quienes creen que las leyendas son solo cuentos. Eran Eric, el más temerario; Samuel, que siempre seguía a los demás; y Thomas, el más callado, que iba con miedo, aunque no quería parecer cobarde.

El sendero se cerraba detrás de ellos. Era como si los árboles se movieran, cambiando de lugar. El viento dejó de soplar. El silencio era tan absoluto que hasta el crujido de una rama bajo sus botas sonaba como un disparo.

De pronto, Eric detuvo su risa. Frente a ellos, algo colgaba de una rama: era un ciervo, pero no muerto de manera natural. Su cuerpo estaba abierto en canal, sus entrañas goteaban aún calientes, y en su pecho, grabado con cortes profundos, había un símbolo que ninguno reconoció.

—Esto… esto no lo hizo un cazador —murmuró Thomas, temblando.

Samuel alzó la linterna y vio que las moscas apenas se acercaban, como si incluso los insectos temieran alimentarse de esa carne.

Fue entonces cuando escucharon un crujido a su espalda. Un sonido húmedo, como de raíces arrancándose de la tierra.

Los tres se quedaron inmóviles, tratando de escuchar. El crujido volvió, más fuerte, más cercano. Algo se arrastraba entre los troncos, algo pesado que rompía ramas como si fueran huesos frágiles.

Eric, con una sonrisa nerviosa, dijo:
—Debe ser un oso… o un ciervo grande.
Pero en el fondo de su voz se notaba que no lo creía.

De pronto, la linterna de Samuel iluminó algo. Dos puntos rojos brillaron en la oscuridad, fijos en ellos, como carbones encendidos en mitad del bosque. Los tres retrocedieron instintivamente, pero la sombra se quedó quieta, observándolos, hasta que comenzó a deslizarse hacia adelante.

No caminaba. No corría. Se deslizaba, como si el suelo mismo la empujara, como si no tuviera pies. Su silueta parecía cambiar: a veces brazos largos como raíces, otras veces ramas retorcidas, y en medio, un rostro imposible de describir, hecho de oscuridad pura, salvo por los ojos.

Thomas gritó:
—¡Corran!

Y lo hicieron. El sendero ya no existía, los árboles se cerraban, torcidos y crueles, obligándolos a chocar y tropezar. Sentían la presencia detrás, cada vez más cerca, como si el bosque entero respirara en su nuca.

Samuel fue el primero en caer. Tropezó con una raíz y la linterna rodó, iluminando su rostro desesperado mientras intentaba levantarse. Entonces, algo lo agarró del tobillo. No era una mano, no era una garra: era una raíz oscura, húmeda, que emergía de la tierra misma y lo jalaba con fuerza brutal.

—¡Ayúdenme! ¡No me dejen! —chilló, arañando el suelo con las uñas hasta sangrar.

Eric corrió a sujetarlo, pero cuando tiró de su brazo, sintió cómo algo arrancaba la carne de Samuel, como si el bosque quisiera devorarlo pedazo a pedazo. La raíz subió hasta su pecho, atravesando su carne, rompiendo sus costillas con un chasquido espantoso.

Samuel gritó una última vez, y en un segundo fue arrastrado bajo la tierra. El suelo se cerró sobre él, como si nunca hubiese existido.

Eric retrocedió horrorizado, con las manos llenas de sangre ajena. Thomas, temblando, apenas podía respirar. Ambos escucharon el sonido que reemplazó los gritos de su amigo: un murmullo profundo, como cientos de voces susurrando a la vez desde las raíces.

El bosque acababa de devorar a Samuel.

Eric y Thomas corrían sin rumbo, tropezando entre raíces y hojas húmedas. La oscuridad parecía viva; el bosque se doblaba y retorcía a su alrededor, bloqueando cualquier salida. Cada crujido, cada susurro de las ramas, los hacía girar con miedo, esperando ver los ojos rojos de la Cosa.

De repente, Eric sintió un golpe seco en la espalda y cayó al suelo. Algo viscoso y frío lo envolvió. Miró hacia atrás y vio la forma deformada de la criatura: ahora parecía un montón de ramas y raíces que se movían como serpientes, sus ojos rojos fijos en él, brillando con hambre.

Thomas gritó:
—¡Eric!

Pero antes de poder ayudarlo, una raíz negra surgió del suelo y lo atrapó por el tobillo. Lo arrastraba hacia la oscuridad del bosque, donde las sombras parecían tener dientes y garras. Thomas forcejeó, cortando la raíz con el cuchillo, pero cada corte hacía que la raíz se multiplicara, como si el bosque mismo se defendiera.

Eric intentó levantarse, pero la Cosa ya lo envolvía. Sentía cómo las raíces le comprimían el pecho, arrancándole el aire y doblando sus costillas con un crujido que resonó en todo el bosque. Sus gritos se mezclaron con el murmullo profundo que salía de la tierra: voces de todos los que habían muerto allí, llamando, riendo, condenando.

Thomas vio cómo el cuerpo de su amigo desaparecía bajo la tierra. Corrió, desesperado, con lágrimas y sangre en la cara, pero la sensación de ser observado lo hizo tropezar de nuevo. La Cosa no descansaba.

Ahora, solo Thomas quedaba. Sus manos estaban cubiertas de barro y sangre; su respiración era un jadeo agónico. A lo lejos, vio un claro y corrió hacia él, pensando que allí podría encontrar salida. Pero al entrar, el claro estaba vacío, silencioso… demasiado silencioso.

Entonces lo vio. La Cosa estaba frente a él, más grande que nunca. Su forma cambiaba constantemente: un hombre sin rostro, un árbol con ojos, un monstruo de raíces retorcidas que parecía absorber la luz misma. Thomas quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.

La criatura se acercó, y el suelo tembló con cada movimiento de sus raíces. Thomas retrocedió hasta chocar contra un árbol, y en ese momento, una raíz surgió del suelo y lo levantó del cuello, levantándolo como un muñeco.




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