Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 18- El abuelo y su pelea contra el diablo

El pueblo de San Lázaro del Monte siempre vivió a la sombra del cerro conocido como La Cruz Negra. Decían que en lo alto de aquel monte habían enterrado a criminales, brujas y suicidas, y que por eso ninguna cruz se mantenía en pie: todas las que los vivos clavaban en la tierra, al amanecer aparecían volteadas, como si manos invisibles las hubieran girado en la oscuridad.

Los ancianos advertían a los niños: “no suban al cerro de noche, porque ahí vive el Diablo”. Pero ya nadie hacía caso. Hasta que un año, las desgracias llegaron una tras otra. Las vacas parían terneros muertos, los ríos bajaban teñidos de rojo, y en la plaza del pueblo se apareció un forastero elegante, con traje negro y zapatos brillantes, que ofrecía favores imposibles: tierras fértiles, riquezas, belleza eterna. Los primeros que aceptaron, a los días amanecieron muertos, con la boca abierta en un grito que nunca cesaba.

La gente, aterrada, supo entonces lo que pasaba: el Diablo había bajado al pueblo.

Y fue en ese tiempo que un hombre, viejo ya, de paso lento pero firme, decidió hacer lo que nadie se atrevía. Lo llamaban el abuelo Ruleta. Nadie sabía su verdadero nombre. Algunos decían que había sido soldado en guerras olvidadas, otros que era el único sobreviviente de una familia maldita. Lo cierto es que siempre cargaba un machete brillante, gastado de tanto filo, y que en sus ojos oscuros se reflejaban cicatrices que no estaban en su piel, sino en el alma.

—Ese demonio no nos va a llevar vivos —dijo una noche, levantando el machete bajo la luz mortecina de un quinqué—. Si nadie más sube, yo subiré.

La gente intentó detenerlo. Le rogaron que no fuera. Pero el abuelo Ruleta, con paso cansado, se encaminó al cerro de la Cruz Negra

El camino al cerro estaba cubierto de neblina. La luna se escondía tras nubes negras y el viento soplaba como si arrastrara lamentos de los muertos. Cada paso que daba el abuelo Ruleta hacía crujir las piedras, y a veces juraba escuchar susurros en la brisa, como voces que le decían:

—Vuelve, viejo… no es tu lucha… nadie puede contra él.

Pero Ruleta no retrocedía. Su mano firme sostenía el machete, y aunque sus rodillas temblaban por la edad, en su pecho ardía la terquedad de un hombre que ya no tenía nada que perder.

De pronto, un perro negro se cruzó en el sendero. Tenía los ojos rojos y los colmillos largos como puñales. El animal gruñó, y detrás de él, la tierra comenzó a abrirse, dejando escapar un hedor insoportable. De la grieta emergieron manos huesudas, restos de cadáveres que querían arrastrarlo al suelo.

El abuelo blandió el machete. Con un tajo rápido cortó el aire y la sombra del perro se deshizo en humo. Luego pisó fuerte sobre la grieta, y la tierra volvió a cerrarse entre quejidos.

El cerro lo estaba poniendo a prueba.

Cuando llegó a la mitad del ascenso, escuchó un silbido extraño. Al voltear, vio a un hombre alto, vestido de negro, con sombrero de ala ancha. No se le veían los ojos, solo un brillo escarlata bajo la sombra del ala.

—Buenas noches, don Ruleta —dijo la figura con voz suave, como miel envenenada—. Le admiro su valor… o su necedad. ¿Acaso cree que con un simple machete podrá contra mí?

El viejo lo miró con calma, aunque el miedo le mordía por dentro.

—No traigo más que esto —levantó el machete—. Pero es suficiente.

El hombre negro rió, y en un parpadeo, su forma humana se quebró. De sus espaldas brotaron alas de murciélago, su piel se volvió carbón ardiente y sus ojos se encendieron como brasas. El Diablo había mostrado su verdadero rostro.

—Entonces, viejo —rugió la bestia—, sube. Te esperaré en la cima.

Y desapareció en un torbellino de fuego.

Ruleta escupió al suelo, se ajustó el sombrero y siguió caminando.

El abuelo Ruleta avanzaba, pero a cada paso el cerro parecía más vivo, como si respirara. Los árboles eran tan viejos que sus ramas torcidas semejaban manos huesudas, y el viento hacía que se quejaran como almas penando. A veces, el viejo juraba que las raíces se movían para atraparlo, pero el filo del machete cortaba hasta la sombra más densa.

El aire se volvió pesado. Un olor a azufre y carne quemada le quemaba los pulmones. De pronto, escuchó un llanto. Entre los matorrales, vio a una niña pequeña, de cabello largo y ojos llenos de lágrimas.

—Abuelito… ayúdame… me he perdido… —sollozaba.

Ruleta apretó los dientes. Esa voz le dolió en el corazón, porque hacía años había perdido a su nieta en una fiebre. El recuerdo lo sacudió, pero algo en el aire no encajaba. La niña no dejaba huellas en la tierra.

—Tú no eres ella —gruñó el viejo, levantando el machete.

La niña sonrió, pero su boca se abrió demasiado, mostrando hileras de colmillos. Su piel se agrietó y de su cuerpo salieron gusanos ardientes. Con un chillido, la criatura saltó hacia él.

Ruleta giró el machete con fuerza. El filo cortó la sombra y la figura se desmoronó, convirtiéndose en humo negro que le dejó un sabor amargo en la lengua.

—Trucos baratos —escupió el abuelo, aunque su corazón golpeaba como tambor en su pecho.

El sendero se empinaba más, y el silencio se volvió aún más profundo, como si el mundo entero contuviera el aliento. Entonces lo escuchó: un tambor lejano, grave y lento, que marcaba su paso. Con cada golpe, la tierra temblaba, y los animales nocturnos callaban.

Ya no había duda: en la cima, el Diablo lo esperaba.

Ruleta se detuvo un instante. Sus manos temblaban, y el cansancio le quemaba los huesos. Pero miró el machete, vio en él el reflejo de su rostro viejo y endurecido, y murmuró:

—No me vencerás, maldito. Ni aunque me lleves contigo.

Y siguió subiendo, hacia el corazón de la oscuridad.

La cima del cerro era un círculo de piedras negras, como si alguna vez allí hubiera caído un rayo que nunca se apagó. En el centro, sobre una roca enorme y agrietada, lo esperaba el Diablo en su forma completa. Su piel brillaba como hierro al rojo vivo, sus cuernos curvados alcanzaban el cielo, y sus alas abiertas tapaban la poca luz de las estrellas.




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