Desde que tengo memoria, mi vida ha sido un desastre. Cada vez que intento construir algo, cada vez que pongo un ladrillo de esperanza, algo invisible lo derriba. Siempre. Es como si una mano negra, invisible, me apartara del éxito. Pero eso no es lo más extraño. Lo más extraño es la gente.
Personas que nunca me han visto antes, personas con rostros desconocidos, me gritan cosas horribles en la calle. Sus ojos se encienden con un odio inexplicable, y sus labios se curvan en sonrisas crueles. Se burlan, murmuran, cuchichean mi nombre -sí, mi nombre- aunque yo jamás se los haya dicho.
No les he faltado el respeto. No les he hecho nada. Y aun así, me odian. Me siento como si estuviese atrapado en un mundo al que no pertenezco. Un mundo que me observa, me señala y me castiga. A veces creo que no es el mundo real; que hay algo detrás del aire, algo que manipula sus bocas y sus mentes.
La noche pasada, cuando regresaba del trabajo, me pasó algo distinto. Algo peor.
Un niño pequeño, apenas de seis o siete años, estaba en la esquina. Me miró con unos ojos tan negros que no pude verles el blanco. Me dijo mi nombre, completo. Y luego me susurró algo que heló mi sangre:
-Ya no falta mucho.
Cuando parpadeé, ya no estaba. Y yo seguía solo en la calle, con el corazón golpeando mis costillas como un tambor.
Esa noche casi no dormí. Mi cuerpo estaba agotado, pero mi mente no encontraba reposo. La frase del niño -"Ya no falta mucho"- se repetía en mi cabeza como un eco infinito. ¿Qué no faltaba mucho? ¿Para qué?
Me levanté de la cama cerca de las tres de la madrugada, empapado en sudor. El silencio de mi habitación era tan profundo que podía escuchar cómo crujían las maderas bajo mis pies. Encendí la luz del baño, y lo que vi en el espejo me hizo retroceder.
No era mi reflejo. O al menos, no del todo.
La imagen que me devolvía el cristal tenía mis facciones, sí, pero estaba... torcida. Como si una parte de mi rostro estuviera deformada por un odio indescriptible. Los labios se movían, aunque yo no lo hacía. Murmuraban algo en un idioma que jamás había escuchado, un balbuceo áspero y gutural que me arañaba los oídos.
Golpeé el espejo con la mano abierta, desesperado, y la visión desapareció. Solo quedaba yo, con los ojos enrojecidos y la respiración entrecortada. Me llevé las manos a la cara para asegurarme de que seguía siendo yo. Y entonces lo sentí.
Un ardor en mi piel.
Me quité las manos de la cara y vi, grabada en mi mejilla derecha, una especie de marca. Era como un círculo hecho de líneas entrelazadas, semejante a un símbolo antiguo. No sangraba, pero ardía como si estuviera al rojo vivo.
El miedo me paralizó. Quise gritar, pero nada salió de mi garganta.
Me arrojé agua fría, pero la marca no desapareció. Al contrario: parecía brillar con una luz débil, casi imperceptible, como si respirara conmigo.
De repente, escuché pasos en el pasillo. Pasos firmes, lentos, que se acercaban a la puerta del baño. Vivo solo.
El corazón me golpeaba con tanta fuerza que pensé que me mataría antes de que la puerta se abriera.
Y entonces, los pasos se detuvieron justo detrás de la puerta.
-Ya no falta mucho -dijo una voz ronca, idéntica a la del niño, pero grave, adulta, como si hubieran pasado décadas en un solo día.
La bombilla parpadeó y se apagó.
No recuerdo cómo salí del baño. Lo único que sé es que cuando abrí los ojos estaba en la sala, sentado en el suelo, con la frente apoyada en mis rodillas. El amanecer apenas clareaba por la ventana, y yo temblaba como un niño aterrado.
La marca en mi cara seguía allí. Más tenue, pero presente.
El trabajo era lo último en lo que podía pensar, aunque aún tenía que ir. No podía dar explicaciones sobre algo que yo mismo no entendía. Me lavé, me vestí, y salí a la calle con la esperanza de perderme en la rutina.
Pero la rutina ya no existía para mí.
Mientras caminaba, noté miradas que se clavaban en mi piel como cuchillas. La gente me observaba con una expresión distinta a la habitual burla: ahora era miedo. Las madres apartaban a sus hijos, los ancianos cruzaban la calle, los perros gruñían con los pelos erizados.
Un hombre en harapos, sentado en la acera, me señaló con un dedo tembloroso.
-¡La marca! -gimió, y su rostro se torció en una mueca de espanto.
Yo me detuve en seco.
-¿Qué sabe usted? -le pregunté con un hilo de voz.
El vagabundo empezó a reír, pero no era una risa humana. Era como el crujido del metal oxidado. Se levantó con movimientos rígidos, como un títere mal manejado, y se inclinó hacia mí. Su aliento olía a tierra húmeda, a tumba recién abierta.
-Ellos ya vienen por ti. -Me rozó la mejilla marcada con sus dedos sucios, y sentí un dolor insoportable, como si me arrancara la piel con solo tocarme.
Grité y lo empujé. El hombre cayó al suelo, pero no se movió más. Estaba muerto.
Nadie se acercó. Nadie gritó. Todos siguieron caminando como si nada hubiera ocurrido.
Corrí, con el corazón desbocado, hasta una calle desierta. Allí me detuve, respirando a bocanadas, tratando de comprender. Y entonces los vi.
Siete figuras, vestidas de negro, inmóviles al otro extremo de la calle. Sus rostros estaban ocultos bajo velos oscuros, pero podía sentir sus ojos atravesándome. No avanzaban. No hablaban. Solo me observaban, como si esperaran una señal.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Intenté moverme, pero mis piernas no respondieron. El mundo entero parecía haberse detenido, hasta que uno de ellos levantó lentamente una mano huesuda y señaló hacia mí.
La misma voz del niño, ahora multiplicada en coro, resonó en el aire:
-Ya no falta mucho.
No sé cómo logré escapar de esa calle. Solo recuerdo que cerré los ojos y, cuando los abrí, estaba en un parque desolado, con la garganta seca y las rodillas raspadas. Como si hubiera corrido kilómetros sin detenerme.
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Editado: 30.09.2025