Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 22- El HOMBRE ALTO

En los confines más remotos del firmamento, más allá de las luces mortales de las estrellas, existe un rincón prohibido que ni el tiempo osa recordar. Allí, entre sombras eternas, se agitan horrores sin nombre: criaturas de formas inconcebibles, vastas e impías, cuyas esencias corroen la mente de quien intenta comprenderlas. Son los titanes del vacío, los herederos del caos primigenio.

De entre esas abominaciones surgió Erlock, el que escapó del abismo donde la oscuridad tiene conciencia. Dicen que descendió a la Tierra cuando el mundo aún era joven, y que su presencia ha permanecido velada bajo incontables máscaras.

Nadie ha contemplado su forma verdadera sin perder la cordura; pero muchos han sentido su mirada en los márgenes de la noche, cuando el aire se espesa y los pensamientos tiemblan.
A veces adopta la silueta de un hombre alto, de porte delgado y sombrero amplio, figura que vaga en los límites del sueño y la vigilia... allí donde la realidad se deshilacha y el universo murmura su nombre con un miedo antiguo.

De los abismos insondables del espacio exterior proviene Erlock, una entidad cuyo nombre apenas puede ser pronunciado sin que el alma tiemble. No pertenece a este mundo ni a ninguno conocido por los hombres. Su mera presencia desgarra el equilibrio natural, provocando tormentas, plagas y calamidades que trascienden toda comprensión.

Entre las incontables abominaciones que acechan en la vasta oscuridad, Erlock se alza como uno de los más sádicos y depravados. Para él, el sufrimiento no es sino un juego; la corrupción, un arte. Ninguna plegaria alcanza su compasión, pues en su esencia no existe ni sombra de misericordia. Es caos puro, nacido del mismo tejido de la nada, engendrado en el horror primigenio que precedió a la creación.

Cuando no adopta la apariencia del hombre delgado con sombrero, vaga entre los cuerpos de los mortales, tomando posesión de ellos como un parásito invisible. Otros aseguran que su dominio se extiende aún más lejos, hasta las regiones del sueño, donde atormenta a los durmientes con visiones imposibles. Quienes han contemplado su silueta afirman haberlo visto al borde de sus pesadillas: observando desde los rincones donde la luz no se atreve a entrar, aguardando pacientemente a que la locura abra la puerta de su mente.

Y aunque pocos lo admiten en voz alta, hay quienes juran que Erlock no visita los sueños... sino que los crea.

Desde los albores de la conciencia humana, los susurros más antiguos mencionan a Erlock, aquel que cayó desde la negrura sin fondo donde ni la luz ni el pensamiento pueden existir. Su descenso, un acto de blasfemia cósmica, desgarró los velos del firmamento e hirió a la Tierra con su sola presencia. Fue entonces cuando los mares se helaron y los cielos se tornaron de piedra, dando comienzo a la Era del Hielo, aquella prolongada agonía que casi extinguió a la raza de los hombres.

Las crónicas más prohibidas insinúan que muchas calamidades posteriores no fueron sino ecos de su paso, reverberaciones de una entidad cuya esencia corroe la realidad misma. Se dice que fue él quien provocó la inexplicable devastación de Tunguska, aquel rugido venido del abismo que redujo bosques enteros a cenizas en un solo respiro.

Pero hay quienes sostienen una verdad aún más terrible: que aquel estallido no fue un capricho del azar, sino la consumación de un fratricidio. Pues uno de sus hermanos -otro ser escapado del vacío primordial- había osado caminar bajo el mismo cielo. Y Erlock, fiel a su naturaleza corruptora y grotesca, lo destruyó sin odio ni propósito, del mismo modo en que el veneno corroe el metal o el fuego devora la carne.

Porque en Erlock no hay maldad ni piedad, sino una pura e incomprensible necesidad de disolver cuanto existe, hasta que solo quede el eco mudo del vacío del que procede.

No todas las tragedias que asolaron a la humanidad tuvieron origen en los caprichos de la naturaleza o en los delirios de los hombres. Hubo una, y muchas más, que nacieron del influjo de un ente anterior al tiempo mismo, una conciencia de perversión infinita que vaga entre las grietas de la realidad: Erlock, el que camina sin forma, el portador del sombrero que eclipsa las estrellas.

Fue él quien, en las edades medievales, descendió sobre Europa como una niebla pútrida. Infectó a las criaturas más insignificantes -las ratas, mensajeras del fango- infundiéndoles su hálito corrupto. Así nació la Peste Negra, un eco de su risa inhumana que resonó en los osarios y cementerios de todo el continente. A través de cada muerte, su poder creció; a través de cada lamento, su deleite se hizo más profundo.

Pero su danza de destrucción no cesó allí. En el año 1518, bajo el cielo opaco de Estrasburgo, una mujer -Frau Troffea- fue poseída por su espíritu blasfemo. Nadie comprendió entonces lo que ocurrió: aquella infeliz comenzó a danzar sin música ni razón alguna, y su movimiento enfermizo se extendió como una peste invisible. Pronto todo el pueblo se vio arrastrado a un frenesí demoníaco; hombres, mujeres y niños se agitaban hasta caer exhaustos, sangrando y quebrándose los huesos, sin poder detenerse. Los médicos llamaron a aquel fenómeno La Peste del Baile, pero quienes conocen los nombres prohibidos supieron que no era sino una de las máscaras de Erlock.

Su sombra ha cruzado los siglos, infiltrando mentes, susurrando a los poderosos, sembrando caos donde la razón perece. Se dice que su influencia estuvo tras la Masacre de los Inocentes, cuando la locura de una mujer incitó a Herodes a asesinar a los recién nacidos; y que su voz, imperceptible y fría, se oyó incluso en los albores del nuevo milenio, cuando hombres sin rostro condujeron máquinas de acero contra torres que se alzaban hacia el cielo. Los testigos llamaron a aquel día una tragedia; pero los sabios del abismo saben que fue un simple gesto de diversión para Erlock.

Porque Erlock no es ni demonio ni dios. Es un pensamiento corrupto del cosmos, un impulso sin moral ni destino, una carcajada que flota en la materia misma del universo. Ninguna plegaria puede detenerlo, y ningún alma puede comprenderlo. Sólo uno ha podido encararlo: el Rey Negro, aquel que reposa en el corazón muerto de las galaxias, el titán de la oscuridad que mueve los mundos con un suspiro.




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