Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 23- EL ACOSADOR

Sean cumplía treinta años aquel día. Toda su vida había sido la de un don nadie: rutinaria, gris y sin sobresaltos. Era el tipo de persona que pasaba inadvertida en una multitud; alguien que nadie recordaría si lo cruzaban por la calle.
Vivía solo en un pequeño apartamento del centro, donde el reloj del pasillo parecía marcar no el paso del tiempo, sino la monotonía de sus días atrás diario.

No tenía amigos. Apenas hablaba con su familia desde hacía años. Había aprendido a convivir con el silencio y con la sombra de una depresión que lo había acompañado en secreto durante gran parte de su vida. La soledad se había vuelto su refugio... y su condena.

Pero ese día, algo cambió.

A las seis y cuarenta y cinco de la tarde, mientras el sol se ocultaba detrás de los edificios y la luz anaranjada del crepúsculo teñía las cortinas de su oficina de trabajo, el teléfono comenzó a sonar. Sean dudó un momento; casi nunca recibía llamadas.

Con cierta desgana, levantó el auricular.
—¿Hola? —dijo con voz apagada.

Al otro lado, una respiración. Luego, una voz desconocida, grave y fría, susurró:
—No cuelgues... si cuelgas, morirás.

El silencio que siguió fue tan pesado que Sean sintió cómo el corazón le golpeaba el pecho. Aquella llamada marcaría el fin de su rutina... y el comienzo de algo mucho más oscuro.

Cuando escuchó aquellas palabras, Sean pensó que se trataba de una broma de mal gusto. Sin embargo, algo en su interior le decía que no encajaba del todo con esa teoría. ¿Quién podría llamarlo así? Él no tenía amigos, y mucho menos alguien con quien bromear de ese modo. Casi nadie lo llamaba, ni siquiera por motivos de trabajo.

Tragó saliva y, con voz casi firme, preguntó:
—¿Quién habla?

Del otro lado de la línea se escuchó una respiración lenta, constante, casi inhumana. Luego, la misma voz, grave y sin emoción, volvió a pronunciarse:

—Señor Sean Connors… qué bueno que no colgó —dijo el desconocido con un tono seco—. He decidido darle la oportunidad de que, hoy, cambie su vida.

Sean frunció el ceño. Su rostro mostraba una mezcla de desconcierto y temor. Apretó el auricular contra su oído, intentando distinguir cada palabra. Aquello era surrealista, como si de pronto su vida gris hubiera dado un giro hacia lo absurdo.

—Dentro de tres minutos —continuó la voz—, saldrá del edificio donde se encuentra y caminará hacia la calle 42. Pero antes de llegar a Times Square, le daré una prueba de que esto… es real.

La llamada se cortó.

Sean permaneció inmóvil unos segundos, con el teléfono aún en la mano. Su corazón latía con fuerza. Tal vez, solo tal vez, alguien le estaba jugando una broma de pésimo gusto. Pero había algo perturbador: aquella persona sabía su nombre, su número, y hasta dónde trabajaba. Ese detalle lo inquietó más que las palabras mismas.

Se ajustó la corbata con nerviosismo, respiró hondo y tomó su maletín. El zumbido de las luces fluorescentes del pasillo lo acompañó mientras caminaba hacia el ascensor. Cada paso resonaba como un eco en la oficina vacía.

Cuando las puertas se abrieron, descendió hasta el primer piso. El edificio estaba lleno de empleados que iban y venían, conversando sin prestar atención a nada más. Sean se deslizó entre ellos y salió a la calle, donde el aire otoñal le golpeó el rostro.

Apenas dio unos pasos cuando su teléfono volvió a sonar.

Miró la pantalla con el corazón encogido. Por un instante esperó que no fuera el mismo hombre. Pero en el fondo, sabía que sí lo era.

Cuando cruzó la calle, Sean se detuvo junto a la acera y miró al otro lado: unas mujeres esperaban también a que cambiara la luz; detrás de ellas, agrupadas en silencio, había varias personas en situación de calle. La ciudad olía a asfalto caliente y escape; las voces y los cláxones formaban una murmuración constante que apenas le llegaba.

El teléfono volvió a vibrar en su mano. Del otro lado de la línea, la voz sonó más cercana, como si el hombre hubiera inclinado la cabeza para escuchar mejor.
—¿Quiénes cree usted que merecen un descanso? —preguntó, con la calma cortante de alguien que da órdenes—. ¿Una de esas damas o uno de los desfavorecidos, los desamparados? Escoja.

Sean quedó paralizado unos segundos. Intentó ordenar la idea que le proponían; buscó una respuesta que no sonara improvisada ni cruel. Finalmente, respondió sin pensar demasiado, solo para terminar la llamada:
—Los desamparados… merecen descansar, vivir mejor, reintegrarse a la sociedad.

Al otro lado se oyó un suspiro decisivo. —Buena elección, señor Sean —dijo la voz, seca—. Ahora mire su decisión.

Sean dirigió la vista hacia los tres hombres sin hogar. Uno de ellos era un hombre de mediana edad, con el cabello ya muy blanco, la barba descuidada y la ropa de tonos apagados, pegada al cuerpo por la suciedad. Estaba sentado en una caja, encogido contra el frío de la acera. De pronto, sin ruido previo, aquel hombre cayó hacia adelante. Se desplomó como si una cuerda invisible se hubiera roto.

Las personas más cercanas corrieron hacia él. Algunos intentaron ayudar; otros retrocedieron horrorizados. Un joven se arrodilló junto al cuerpo para comprobar signos vitales, pero no había respuesta: una mancha oscura manchaba la frente del hombre, y pronto se vio que tenía una herida de bala. El asfalto alrededor recibió la atención de miradas que cambiaron de curiosidad a pánico en segundos.

Desde la otra acera, Sean observó atónito. Su cuerpo no le respondía: las piernas le temblaban y el mundo pareció encogerse hasta quedar reducido al latido acelerado de su corazón. Le faltó el aire; sintió un peso en el pecho que le clavó la mirada al suelo unos segundos.

—Ahora tengo su atención, ¿verdad, señor Sean? —la voz sonó extrañamente serena—. (Un sonido seco, como el de un gatillo al dispararse, resonó por un instante.) Desde ahora usted hará todo lo que yo le diga, sin importar lo que sea. Este día, señor Sean, su vida cambiará.




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