Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 24- LA TORRE DEL ALBA.

Dicen que antes de que el primer sol naciera, antes de que la primera sombra se proyectara sobre el vacío, existía una torre. No estaba hecha de piedra ni metal, sino de luz dormida, tejida con los hilos del amanecer eterno. La llamaban la Torre del Alba, y desde su cúspide, el tiempo mismo aguardaba instrucciones.

Nadie sabe quién la erigió. Algunos dicen que fue obra de los Tejedores del Principio, seres antiguos que moldeaban realidades con un solo pensamiento. Otros murmuran que fue el propio universo, en un intento de contemplarse a sí mismo, quien levantó sus muros dorados. Lo cierto es que, en su interior, se decidían los destinos de todos los mundos. Cada universo era una hebra suspendida, cada vida un pequeño brillo en el telar inmortal de la creación.

Durante eones, la Torre permaneció en silencio, sus guardianes invisibles, sus relojes inmóviles. Hasta que una grieta apareció en su base.

Fue un resplandor tenue al principio, un pulso que atravesó los firmamentos. Luego vino la fractura: la primera disonancia en la melodía del todo. Las estrellas comenzaron a apagarse en ciertos reinos, los mares de algunos mundos se alzaron en contra de los cielos, y los sueños de los mortales se tornaron pesadillas.

En lo más alto de la torre, el Guardián del Alba despertó de su largo sueño.

Era un ser de rostro indefinido, mitad humano, mitad constelación. Sus ojos eran soles en miniatura, y en su voz resonaban los ecos de mil futuros posibles. Al ver la grieta, comprendió que algo —o alguien— estaba intentando rebelarse contra el destino.

Así comenzó la Era del Desorden, cuando los universos se miraron entre sí y descubrieron que no eran únicos, sino espejos fragmentados de una verdad superior. En algunos mundos, los dioses cayeron. En otros, los hombres se levantaron y desafiaron las leyes que regían sus cielos.

En el plano de los mortales, un joven llamado Aren, un simple escriba de la ciudad de Darnoss, comenzó a soñar con una torre imposible que se alzaba sobre un mar de estrellas. En sus visiones, una voz lo llamaba por su nombre, y cada amanecer, el mismo mensaje resonaba en su mente:

“Ven. El hilo de tu universo está a punto de romperse.”

Aren no sabía que su destino estaba ligado al corazón mismo de la creación. Guiado por los sueños, cruzó desiertos, ruinas y mundos colapsados. Encontró a otros como él: la guerrera Nerah, nacida en un mundo donde el tiempo retrocedía; el sabio Lior, último habitante de un planeta devorado por su propio sol; y la enigmática Elyra, hija del eco de un universo ya muerto.

Juntos comprendieron la verdad:

La grieta no era un accidente.

Era una llave.

Y alguien del otro lado intentaba abrirla.

Cada paso que daban los acercaba más a la Torre del Alba, que brillaba al final de todas las realidades, suspendida entre lo que fue y lo que será. Pero también los acercaba a una revelación que nadie estaba preparado para oír:

que los destinos que la torre controlaba no eran escritos por dioses… sino por hombres.

Por aquellos que habían aprendido a manipular los hilos del todo: los Arquitectos del Amanecer.

Elyra fue la primera en entenderlo.

—No hay destino —susurró—. Solo decisiones olvidadas.

Y en ese instante, la torre pareció temblar, como si la escuchara.

Cuando finalmente llegaron a sus puertas, la luz era tan intensa que sus cuerpos casi se deshicieron en energía pura. Dentro, encontraron un espejo gigante, tan vasto que reflejaba todos los universos superpuestos. En su centro, un trono vacío… y sobre él, una pluma suspendida en el aire.

Era la pluma con la que se escribían los destinos.

Aren se acercó, con el corazón temblando entre el miedo y la esperanza. Sabía que si tomaba esa pluma, podría reescribir todo lo que existía: las guerras, la muerte, la soledad de los mundos rotos. Pero también comprendía que hacerlo borraría todo lo que conocía.

Entonces, el Guardián del Alba apareció ante él.

—El poder de decidir no te fue dado para rehacer —dijo con voz que hacía vibrar los cimientos del cosmos—, sino para comprender.

Aren levantó la mirada.

—¿Y si comprender no basta? —preguntó—. ¿Y si el universo necesita esperanza?

El Guardián sonrió, una sonrisa hecha de luz.

—Entonces escríbela.

Y Aren, temblando, escribió una sola palabra sobre el aire del infinito:

“Renacer.”

La Torre del Alba tembló. Los hilos se encendieron. Los universos comenzaron a tejerse de nuevo, brillando como fuegos en la oscuridad.

El amanecer, por fin, volvió a nacer.

Y desde entonces, cuando los mundos están al borde del colapso y la oscuridad parece vencer, algunos aún sueñan con una torre hecha de luz que espera al final del todo…

la Torre del Alba,

donde los destinos aún se escriben con esperanza.

Dicen que antes de que el primer sol naciera, antes de que la primera sombra se proyectara sobre el vacío, existía una torre. No estaba hecha de piedra ni metal, sino de luz dormida, tejida con los hilos del amanecer eterno. La llamaban la Torre del Alba, y desde su cúspide, el tiempo mismo aguardaba instrucciones.

Nadie sabe quién la erigió. Algunos dicen que fue obra de los Tejedores del Principio, seres antiguos que moldeaban realidades con un solo pensamiento. Otros murmuran que fue el propio universo, en un intento de contemplarse a sí mismo, quien levantó sus muros dorados. Lo cierto es que, en su interior, se decidían los destinos de todos los mundos. Cada universo era una hebra suspendida, cada vida un pequeño brillo en el telar inmortal de la creación.

Durante eones, la Torre permaneció en silencio, sus guardianes invisibles, sus relojes inmóviles. Hasta que una grieta apareció en su base.

Fue un resplandor tenue al principio, un pulso que atravesó los firmamentos. Luego vino la fractura: la primera disonancia en la melodía del todo. Las estrellas comenzaron a apagarse en ciertos reinos, los mares de algunos mundos se alzaron en contra de los cielos, y los sueños de los mortales se tornaron pesadillas.




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