Era el invierno de 1692 y Salem estaba cubierta por la nieve, aunque un frío más profundo que el del aire parecía calar en los huesos. La aldea estaba tensa, los vecinos se miraban con sospecha, y el tribunal de justicia había abierto de nuevo sus puertas para juzgar a las que llamaban brujas. Pero aquel año, la oscuridad que rondaba Salem no era sólo humana: algo antiguo, olvidado, se movía en las sombras.
Algunos aseguraban que, en las noches más oscuras, a lo lejos, en los bosques que rodeaban el pequeño pueblo de Salem, podían verse extrañas luces titilando entre los árboles. Parecían fogatas encendidas en plena madrugada, pero nadie del pueblo admitía haberlas prendido.
Decían que alrededor de esas llamas danzaban mujeres sin rostro, completamente desnudas, moviéndose con una gracia antinatural. Sus cuerpos temblaban al compás de risas agudas, terroríficas, casi burlonas… como si celebraran un rito antiguo que ningún ser humano debería presenciar.
Uno de los guardias nocturnos juró haberlas visto una vez. Contó que aquellas figuras macabras comenzaron a elevarse lentamente en el aire, sus cabellos flotando como serpientes en la penumbra. Mientras ascendían, pronunciaban groserías y aberraciones en un idioma que parecía arder en los oídos. El fuego crepitó entonces con un rugido profundo, y de entre las llamas emergió un macho cabrío que caminaba en dos patas, con los ojos brillando como brasas vivas.
El guardia, paralizado por el horror, apenas pudo reaccionar antes de huir despavorido hacia el pueblo.
A la mañana siguiente, los niños despertaron enfermos… algunos ni siquiera despertaron.
Y los habitantes, temblando de miedo, no tardaron en señalar a las brujas.
La primera acusada fue Martha Corey, una mujer de mirada distante y voz suave. Los vecinos murmuraban que, desde hacía semanas, escuchaban “susurros en la noche” provenientes de su granero. Nadie sabía exactamente qué decían, sólo que provocaban temblores y pesadillas. Durante su juicio, Martha se mantuvo inexpresiva, pero cuando el juez la interrogó, su voz cambió: no era humana. Una cadencia gutural emergió de ella, palabras que ningún oído mortal podría comprender, y algunos jurados cayeron al suelo, temblando como si sus almas quisieran escapar.
Elizabeth Proctor observaba desde la galería, con el corazón encogido. Esa noche, mientras regresaba a su hogar, la niebla se espesó más de lo normal, arrastrando un olor a sal marina y podredumbre, como si el océano mismo hubiese decidido reclamar a Salem. En la nieve aparecieron símbolos antiguos, dibujados con un material negro y viscoso que desaparecía al tacto, dejando un frío que quemaba la piel.
Cada día traía nuevas acusaciones. Abigail Williams, la más joven de las acusadoras, comenzó a hablar sola, señalando sombras que nadie más veía. Decía que “los viejos ojos nos observan desde el cielo negro”, y durante una oración, sus pupilas se volvieron completamente negras. Nadie supo si era posesión, locura, o algo más… algo que trascendía la comprensión humana.
Las noches se llenaron de susurros. Las celdas olían a moho y a hierro, y los prisioneros hablaban de criaturas que los miraban desde los rincones más oscuros, “seres de piel como la noche, ojos como estrellas muertas”. Algunos decían que escuchaban nombres antiguos siendo pronunciados, nombres que harían temblar incluso al hombre más piadoso.
Cuando Sarah Good fue llevada al patíbulo, la multitud se reunió, expectante. Pero la horca nunca tuvo efecto sobre ella. Mientras los verdugos temblaban, un viento negro emergió de la nada, elevando la nieve en remolinos que dibujaban símbolos imposibles en el aire. La mujer alzó la voz, y de sus labios salieron palabras que parecían abrir un agujero en la realidad misma: un portal que dejó ver estrellas desconocidas y constelaciones imposibles, y la multitud gritó al ver figuras altas, deformes y luminosas que se movían más allá de la razón.
Los jueces murieron esa noche. Los acusadores desaparecieron. Salem quedó desierta, cubierta por la nieve que ya nunca se derretiría. Solo quedaron los susurros. Aquellos que se acercaban escuchaban voces en la bruma: voces que llamaban a los vivos, que hablaban de un conocimiento prohibido y de un hambre que no conocía límites.
Se dice que, a veces, alguien que pasa cerca del antiguo cementerio de Salem siente un frío imposible y oye murmullos que prometen poder… a cambio de la cordura. Nadie que haya seguido esos susurros ha regresado.
Y así, Salem permanece. No como pueblo, sino como una grieta en la realidad, un lugar donde los humanos miran hacia el cosmos y se dan cuenta de que no son más que hormigas ante los ojos de lo desconocido.
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Editado: 04.12.2025