Cuando el mundo aún era joven, en una era donde los bosques eran frondosos y cubrían gran parte de la tierra, existió una comunidad de pájaros carpinteros: los primeros creados por los dioses.
A ellos se les encomendó una misión sagrada: dar forma a los nidos de las aves y proteger los bosques.
Entre todos ellos hubo uno que, incluso hasta nuestros días, los carpinteros recuerdan con respeto en sus cantos y memorias: aquel que se sacrificó por los demás.
Y así comienza nuestra historia.
En lo más alto de la gran montaña color bronce habitaba la comunidad de pájaros carpinteros más numerosa jamás vista. Cada rama sostenía familias enteras, y sus nidos, tejidos con pajas y hojas, eran verdaderas obras de arte. Los pájaros lucían plumas de distintos colores, tan vivos como las flores del bosque.
Pero entre todos había uno diferente: un patriarca, un sabio, un protector. Era el Alfa de los pájaros carpinteros, uno de los primeros nacidos y, sin duda, el más fuerte. Siempre que un depredador amenazaba la montaña, él salía a defender a su pueblo.
Sin embargo, aquella noche llegó un enemigo distinto. Uno con el que ni siquiera el gran pájaro carpintero negro podía luchar.
Todo comenzó como una nube oscura que se movía rápidamente por el cielo del atardecer. Cubrió el sol y sumió al bosque en una penumbra inquietante. Luego, las primeras gotas comenzaron a caer sobre la tierra. Los animales se refugiaron: los pájaros volaron a sus nidos y los monos callaron de repente. El silencio se hizo tan profundo que parecía que el bosque contuviera la respiración.
El gran carpintero negro lo sintió. Presintió el peligro.
Se posó en la rama más alta del árbol sagrado y miró hacia el horizonte. En ese instante, el cielo se abrió y una lluvia torrencial comenzó a caer.
El viento rugió con furia, sacudiendo las copas de los árboles y arrancando ramas enteras. Los nidos, con familias completas dentro, se mecían peligrosamente, amenazando con caer al abismo.
El gran carpintero negro alzó el vuelo. Desde lo alto podía ver cómo el río, que nacía en la montaña, se había convertido en un torrente desbordado. Las aguas golpeaban con fuerza las raíces del gran árbol, mientras las olas arrastraban ramas, troncos y criaturas sin piedad.
—¡A los refugios! —chilló el carpintero con un canto de alarma que retumbó entre los truenos.
Miles de carpinteros salieron volando en todas direcciones, buscando resguardo. El cielo se iluminaba con relámpagos que pintaban de blanco las sombras, y los truenos hacían temblar la montaña.
Desde el aire, el gran pájaro vio algo que le heló el corazón: un nido pequeño con dos polluelos estaba siendo arrancado de su rama y arrastrado hacia el torrente.
Sin dudarlo, descendió en picada. Cruzó ramas que se quebraban a su paso, esquivó hojas y gotas de lluvia que caían como lanzas. Alcanzó el nido justo a tiempo, lo atrapó con sus patas y, haciendo un esfuerzo casi imposible, logró elevarlo por los aires.
Las alas del carpintero negro temblaban bajo el peso del nido y de la furia del viento. Buscó con la mirada un lugar seguro donde poner a salvo a las crías. Entonces la vio: una cueva en la ladera, donde decenas de carpinteros se refugiaban temblando, presas del miedo ante aquella tormenta que parecía no tener fin.
El patriarca descendió con dificultad y depositó el nido en la entrada. Dos carpinteros se apresuraron a tomarlo y lo llevaron al interior.
Ambos miraron al gran pájaro negro con una mezcla de asombro y respeto.
Él, sin decir palabra, giró la cabeza hacia la tormenta y volvió a lanzarse al cielo.
Regresó al gran árbol, que se mecía peligrosamente sobre sus raíces. Mientras volaba, emitía su canto de alerta, avisando a los que aún no habían huido. Entre relámpagos, vio a una hembra atrapada entre dos ramas; descendió, la liberó y la empujó suavemente al aire, dándole una oportunidad más para vivir.
Y así, durante horas, el carpintero negro voló sin descanso.
Rescató polluelos, pájaros adultos e incluso algunas aves que no pertenecían a su especie. Cada viaje lo dejaba más exhausto, pero no se detuvo.
La tormenta era un enemigo que no podía ser derrotado, solo resistido. Y él resistió con todo lo que tenía.
Con el paso de las horas, el gran carpintero negro comprendió que aquella tormenta no era solo una furia del cielo: era una fuerza imposible de vencer.
Cada vez que lograba salvar un nido, otro caía; cada vez que protegía una vida, otra se perdía entre las aguas. Pero aun así, no se rindió.
Una vez intentó rescatar un nido entero que estaba cediendo ante la corriente, y aunque sus alas se esforzaron hasta el límite, no pudo evitar que las aguas lo arrastraran. En otra ocasión, uno de los pájaros que llevaba en vuelo murió en sus garras antes de llegar a la cueva. Aun así, cada vez que el carpintero negro regresaba, traía consigo nuevas vidas salvadas.
Dentro de la cueva, los demás carpinteros observaban en silencio.
Ninguno se atrevía a salir. Algunos lloraban, otros rezaban a los dioses del bosque. Sabían que aquel enemigo —la tormenta— era invencible, y sin embargo, un solo pájaro se enfrentaba a ella una y otra vez.
Incluso los monos, ocultos entre las grietas de las rocas, lo miraban con asombro.
Más tarde, serían ellos quienes llevarían la historia a los rincones más lejanos del bosque.
Finalmente, cuando la noche estaba por terminar y el gran árbol temblaba sobre sus raíces, solo quedaban dos nidos en lo alto, con sus polluelos gimiendo por ayuda.
El carpintero negro, empapado y herido, alzó el vuelo una vez más.
Su cuerpo temblaba, pero sus ojos aún ardían con el fuego del deber.
Se posó sobre el primer nido, lo tomó con sus patas y emprendió vuelo contra el viento.
Las ráfagas lo azotaban con violencia, pero alcanzó la cueva.
Allí dejó el nido a salvo. Sus alas fallaron, y cayó de bruces en la entrada.
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Editado: 04.12.2025