He llevado toda mi vida creyendo en Dios, haciendo lo que se suponía que debía hacer… o al menos eso intenté durante un tiempo, antes de apartarme del camino de la verdad.
Soy un hombre simple, de gustos sencillos. Cada domingo subo al púlpito con una sonrisa serena y las manos entrelazadas, ofreciendo a mi comunidad las palabras que desean escuchar. Hablo de fe, de redención, de pureza… y ellos me miran con devoción, sin sospechar quién soy realmente.
Soy pastor de una iglesia, y cada día recibo grandes sumas de dinero de quienes confían en mí. Dinero que, cuando cae la noche, gasto en los prostíbulos más oscuros de la ciudad. Allí, entre luces rojas, humo y perfumes baratos, mi fe se disuelve en deseo y culpa.
De día, soy un santo; de noche, un pecador. He llevado esta doble vida demasiado tiempo. Todo parecía ir bien… nada extraño ocurría, nadie sospechaba de mi moral podrida ni del peso del pecado que llevo sobre el alma.
Pero últimamente, cuando miro mi reflejo en el espejo antes de predicar, siento que mis propios ojos me juzgan. Y es ahí, justo entonces, cuando empiezo a temer que Dios, por fin, haya decidido mirarme de frente.
Alguna vez escuché que no se puede agradar a Dios y vivir para el maligno. Y me temo que sea verdad.
—Gracias, padre, por escuchar mis pecados —dijo el hombre que se estaba confesando conmigo en el confesionario.
El pobre idiota pensó que lo escuchaba, pero sinceramente, me estaba durmiendo. La noche anterior había sido pesada entre tragos y excesos. Me sentía cansado, enfermo… pero no podía dejar que se notara. Así que fingí escuchar hasta que se marchó.
Ese día, tras dar la misa, me dirigí a ver a un viejo amigo. Charlie, quien me vendía ciertas sustancias en un bar al otro lado de la ciudad.
Algo llamó mi atención al bajar los escalones frontales de la iglesia. Allí, en una esquina, justo al pie de los escalones, había un vagabundo parado. Era noviembre, y el frío comenzaba a morder la ciudad.
El tipo llevaba un abrigo negro gastado, pantalones de lana y una capucha que le cubría la cabeza, ocultando su rostro en la oscuridad.
—Oye, amigo, ya es tarde. Vuelve mañana temprano para que comas algo —le dije.
El sujeto no se movió. Ni una pizca. No dijo nada.
Cuando pasé junto a él, escuché una voz profunda, casi un susurro:
—Te has burlado de lo divino por demasiado tiempo.
Volví la vista… y no había nadie. Miré a todos lados. La calle estaba desierta. Ni un alma.
—Solo estás viendo cosas —me dije, intentando tranquilizarme.
Subí a mi coche, estacionado frente a la iglesia, y tomé rumbo hacia mi destino.
Conducía por calles donde, en las esquinas, algunas prostitutas aguardaban, figuras que conocía demasiado bien… pero no me detuve.
Por alguna razón, miré el retrovisor, y lo que vi me heló la sangre: aquel vagabundo estaba sentado en la parte trasera del auto. Me observaba con ojos rojos, ardientes, que parecían quemar mi alma.
Frené de golpe ante un semáforo. Miré otra vez: ya no estaba.
Mi corazón latía con fuerza. ¿Qué demonios estaba pasando? Tal vez era fatiga, tal vez los excesos de la noche anterior. Me inventaba excusas para calmar el miedo.
La ciudad era un cementerio de luces parpadeantes y sombras que se alargaban como garras. Llegué al bar, y Charlie ya me esperaba afuera, con su sonrisa torcida y la barba descuidada.
—Padre… —dijo, exhalando humo de su cigarro— ¿Otra vez buscando redención en polvo blanco?
—Cállate, Charlie. Dame lo de siempre.
Rió, metió la mano en el abrigo y sacó una pequeña bolsa. Le pasé el dinero sin mirar. Quería irme rápido, pero algo en el reflejo del vidrio me hizo detenerme.
Allí estaba el vagabundo, otra vez, detrás de mí. Quieto, inmóvil. La capucha apenas sostenía la sombra de un rostro imposible, y sus ojos rojos brillaban como carbones encendidos. Parpadeé… y ya no estaba.
—Oye, padre… —dijo Charlie, frunciendo el ceño—, ¿estás bien?
—Sí… solo necesito dormir un poco.
Arranqué el coche y dejé atrás la risa de Charlie, que se perdía entre los murmullos de la ciudad.
Recordé a Arthur, bibliotecario de la vieja biblioteca de Saint Jude, un edificio olvidado en el centro, donde el polvo se acumulaba como pecados sobre un alma cansada.
Arthur me esperaba, sentado detrás del mostrador. Delgado, cabello blanco como la cal, ojos agrandados por espejuelos gruesos. Parecía haber leído demasiado… o visto cosas que nadie debería ver.
—Padre… —dijo en voz baja—. Supe que vendrías.
Me quedé quieto, intentando disimular el temblor en mis manos.
—¿Cómo lo supiste, Arthur?
—Porque él también lo sabe. Donde el Diablo pone sus ojos, el aire se vuelve pesado.
—Hay alguien siguiéndome… —susurré—. Un vagabundo, una sombra…
Arthur cerró la Biblia con un golpe seco que resonó en toda la sala.
—No es un hombre —dijo con gravedad—. El Diablo siempre toma la forma que más desprecia quien lo observa. A veces miseria, otras deseo, otras culpa.
Su mirada se perdió en el vacío.
—Cuando era niño, mi madre y yo enfrentamos un demonio en una vieja mansión al norte de la ciudad. Yo tenía ocho años. Recuerdo el olor a azufre, las paredes llorando sangre, y el sonido de sus gritos mezclados con los rezos de mi madre. Creímos encerrarlo para siempre… pero los demonios no mueren. Solo esperan.
Lo miré sin palabras. Arthur apoyó su mano huesuda sobre la mesa:
—Resiste. Reza, aunque sientas que nadie escucha. Y sobre todo… no lo mires a los ojos cuando vuelva. Si lo haces, él sabrá que ya te pertenece.
El viento sopló con fuerza. Un libro cayó al suelo: un golpe seco, el eco del terror.
—Ya está aquí —susurró Arthur.
Giré hacia la entrada… y lo vi. El vagabundo, entre sombras, con un cuerpo más alto y delgado que un esqueleto cubierto de piel tensa. De su capucha emergía humo negro que sofocaba el aire. Sus ojos… rojos, como brasas vivas.
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Editado: 04.12.2025