Cuentos extraños y fantásticos

Capitulo 28 - Cuando estés acostado no salgas

Manuel era un joven amante de las fiestas, de las discotecas, del alcohol barato y de los regresos tambaleantes en la madrugada. Pero aquella noche de sábado, algo en él se quebró. No quería salir. Se sentía extrañamente en paz en su hogar, como si una calma densa lo envolviera.

Desde la tarde, su amigo Tito le había insistido:

“Va a haber fiesta, wey. Va a estar buenísima. Yo voy a ir, deberías caerle.”

Pero Manuel se negó; simplemente no tenía ganas.

A las 11 de la noche, mientras dormía, el celular vibró sobre la mesita. Medio despierto, medio hundido en el sueño, estiró la mano. Era Tito. Cinco mensajes. Todos iguales:

—Manuel, la pachanga está buena, ¡vente! Además está Lucía, la que te gusta.

Medio sonriendo, Manuel pensó:

¿Y si voy…?

Pero el impulso se apagó rápido. Escribió:

—No me siento bien, Tito. Pásala chido.

Y volvió a dormirse.

A las 3:30 a.m., el celular vibró de nuevo. Era otro mensaje de Tito:

—Suerte que no viniste.

Manuel frunció el ceño, pero estaba tan cansado que no lo pensó demasiado. Dejó el teléfono y se rindió al sueño.

A la mañana siguiente, después de desayunar, salió a caminar. No trabajaba ese día. En la esquina se topó con Milton, vecino y amigo de ambos.

—Chale, mano… —dijo Milton, con el rostro pálido—. Me acabo de enterar de lo que le pasó a Tito.

Manuel sintió un golpe en el estómago.

—¿Qué le pasó? —preguntó, dudando de querer saber la respuesta.

Milton respiró hondo.

—Se iba a otra fiesta, en otro barrio… pero nunca llegó. Lo atropelló un camión. Él y las tres personas que iban con él murieron.

Dicen que el accidente fue como a las 10:30 de la noche.

Manuel se quedó inmóvil. Un frío profundo le recorrió la espalda.

—Eso… eso no puede ser —dijo con la voz temblorosa—. Tito me texteó a las 11… y a las 3:30.

Sacó el celular y le mostró los mensajes a Milton. El rostro de su amigo se deformó en un gesto de terror.

—No puede ser… —murmuró.

Los dos jóvenes se quedaron mirando en silencio, recordando aquel viejo refrán de los abuelos:

“Si ya estás acostado y te llaman para salir… no lo hagas. Es mal augurio.”

Desde aquel día, Manuel no volvió a ignorar ese consejo.

Y, aunque intenta no pensarlo mucho, aún se pregunta:

¿Cómo le envió Tito esos mensajes… horas después de haber muerto?

Sofía tenía 17 años y un carácter que chocaba con todo el mundo.

Decían que era malcriada, insoportable, rebelde… y quizá lo era. Pero a ella no le importaba. Esa noche, más que nunca, tenía ganas de fiesta.

Su madre, parada frente a la puerta, trató de detenerla.

—Hija, quédate. Tengo un mal presentimiento… no salgas hoy.

Sofía rodó los ojos.

—Ay, mamá, por favor. Deja de exagerar. Voy a estar bien.

Cerró la puerta de un golpe y bajó las escaleras sin escuchar el suspiro tembloroso de su madre.

Afuera la esperaba Kevin, su novio, montado en su moto negra.

Le sonrió.

—¿Lista, princesa?

—Obvio —respondió Sofía, subiendo detrás de él y abrazándolo por la cintura.

La noche estaba fría, demasiado fría para ser verano. Pero la adrenalina la hacía sentir invencible.

La fiesta fue un caos hermoso: música a todo volumen, luces de colores, alcohol barato, risas que parecían eternas. Sofía no recordaba haber reído así en semanas. Era como si todo en la vida fuera un juego.

A las 2:40 a.m., Kevin le dijo:

—Vámonos. Te llevo a casa.

Ella protestó un poco, pero aceptó. Ya estaba mareada.

Ambos subieron a la moto, riendo sin razón, creyéndose intocables.

A las 3:05 a.m., una curva cerrada, húmeda, oscura…

Un coche que venía demasiado rápido…

Un derrape…

Un grito ahogado…

Un impacto brutal.

Y luego, nada.

A las 3:10 a.m., el celular de la madre de Sofía vibró sobre la mesa.

Un mensaje de su hija.

—Mamá, ya voy para la casa, no te preocupes.

La mujer sonrió débilmente, aliviada…

Pero ese alivio duró apenas unos minutos.

A las 3:22 a.m., llamaron a su puerta.

Un policía, sombrío, con la mirada baja.

—Señora… hubo un accidente.

Su hija y el joven que la acompañaba… no sobrevivieron.

La madre sintió cómo el mundo se rompía.

Temblando, levantó el celular… y vio la hora del mensaje.

3:10 a.m.

Diez minutos después del accidente.

El teléfono cayó al suelo.

Recordó lo que su propia abuela decía:

“Cuando el alma anda perdida… a veces manda despedirse.”

Desde entonces, cada noche a las 3:10 a.m., la madre mira su celular con miedo.

No quiere volver a ver el nombre de Sofía aparecer en la pantalla.

Pero, a veces…

cree que escuchó una notificación.

Antonio siempre había sido un muchacho complicado. No malo… pero sí testarudo, orgulloso y obsesionado con la idea de que nadie podía decirle qué hacer. Desde niño chocaba con la autoridad: maestros, vecinos, su madre… y especialmente su padre, Ernesto.

Ernesto, hombre callado y trabajador, había criado a su hijo solo desde hacía años. Se esforzaba por guiarlo, pero Antonio siempre respondía con la misma frase:

—Pa, no necesito que me estés cuidando todo el tiempo.

Aquella noche de viernes, Ernesto lo vio ponerse la chaqueta de mezclilla. Sus ojos se oscurecieron como si presintieran algo. La lluvia golpeaba suave las ventanas, y un viento frío entraba por la rendija de la puerta.

—Hijo… —dijo Ernesto, con un tono que no usaba casi nunca—.

No salgas hoy. Por favor.

Antonio se detuvo un segundo. No estaba acostumbrado a escuchar a su padre hablar así, con miedo.

—¿Otra vez tus sueños raros? —intentó bromear.

—No es broma, Antonio.

Ernesto apretó las manos, nervioso.

—Anoche soñé contigo. Te llamaba y no me escuchabas. Te alejabas… y luego solo oía un golpe. Uno muy fuerte.




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