La carretera Este Nueve no era famosa por su belleza.
Era famosa por sus sombras.
A ambos lados, los árboles crecían tan juntos que las ramas se entrelazaban como dedos huesudos tratando de cerrar el cielo. Durante el día, el camino ya era un corredor oscuro. Pero por la noche… por la noche parecía un túnel hacia otro mundo.
Eduardo ajustó el retrovisor con el pulgar, cansado.
Había salido tarde del trabajo. Su jefe era el tipo de hombre que confundía responsabilidad con esclavitud, y esa noche lo había retenido con papeles que podían esperar.
Pero él no quería problemas.
Tenía una familia que mantener.
Mientras manejaba, el aire entraba por la ventana entreabierta, frío y húmedo. Olía a pino y tierra mojada, un aroma silencioso que se quedaba pegado en la garganta. El motor del auto vibraba suavemente, como si también quisiera llegar rápido a casa para descansar.
Diez minutos.
Ese era el trayecto.
Diez simples minutos.
Pero en la curva del kilómetro 7, algo cambió.
La neblina cayó sin aviso, gruesa como algodón mojado. No era normal: parecía vivir, moverse contra el viento, rodar por la carretera como una criatura que despertaba. Eduardo bajó la velocidad. Sus manos apretaron el volante hasta que los nudillos se pusieron blancos.
—Vamos, no me jodas… —murmuró, sintiendo un temblor en la mandíbula.
La radio hizo un ruido raro. Un crujido metálico, seguido de un zumbido. Luego de pronto… silencio total.
El tipo de silencio que no existe en este mundo.
Un silencio perfecto, inquietante.
Eduardo parpadeó.
Solo una vez.
Pero cuando abrió los ojos, ya no estaba en la curva. Ni siquiera en la carretera.
El auto estaba atravesado entre troncos, como si hubiese sido lanzado desde gran altura. El parabrisas estaba destrozado. Un humo tenue salía del capó. Y el reloj del tablero, que antes marcaba 10:07 PM, brillaba ahora con un número imposible:
01:43 AM.
Un escalofrío le recorrió la espalda, descendiendo como dedos helados siguiendo su columna.
—No… no pude haber estado tanto tiempo —dijo, pero su voz sonaba lejana. Como si saliera de otra boca.
Intentó moverse. Le dolían los hombros, las costillas, la cabeza. Cada respiración era un pinchazo en el pecho. Logró abrir la puerta del auto y salir tambaleando. El suelo estaba frío y húmedo, como si acabara de llover.
El bosque no era el mismo.
Los árboles eran más altos, más gruesos, casi gigantescos. Sus troncos parecían retorcerse hacia el cielo, como si hubieran crecido demasiado rápido.
Y entonces lo vio.
Un hombre se acercaba por la carretera, iluminado apenas por una linterna vieja que lanzaba destellos amarillentos. Llevaba un sombrero de ala ancha, una chaqueta de cuero gastada y botas cubiertas de barro. Caminaba con lentitud, pero con la seguridad de alguien que conocía bien ese lugar.
Cuando estuvo a unos metros, levantó la linterna.
Eduardo sintió un nudo en el estómago.
Los ojos del hombre brillaban de un modo antinatural. No parecían reflejar la luz… parecían producirla.
—Vaya golpe te diste, amigo —dijo el hombre con voz ronca—. Ven, te ayudaré.
El tono era amable.
Pero había algo debajo… algo que no encajaba. Un eco extraño en la voz, como si hablara desde un hueco profundo.
Eduardo, mareado y sin más opción, aceptó.
El hombre lo tomó por el brazo. Su mano era helada como metal.
Caminaron por la carretera. Eduardo notó que el aire olía distinto: más denso, como una mezcla de humo y flores nocturnas. Podía escuchar grillos que nunca había oído, con un canto más grave y rítmico, como un idioma animal.
—¿Cuántos autos pasan por aquí? —preguntó Eduardo.
El hombre sonrió apenas, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.
—Los suficientes.
No dijo más.
Tras unos minutos, llegaron a una cabaña de madera. Pero no era moderna.
Parecía salida de los años 60: tejas gastadas, ventanas pequeñas, la pintura descascarada por el tiempo.
Dentro, había olor a leña, a café viejo y a humedad.
El hombre le ofreció un vaso de agua. Eduardo lo tomó. Sus manos temblaban.
En una esquina, una radio antigua a válvulas estaba encendida. Tenía una luz rojiza que pulsaba como un corazón. Y entonces la voz del locutor llenó la habitación:
—¡Y seguimos aquí en vivo con los BEATLES! Esta noche presentan su nuevo álbum…
Eduardo sintió que se le helaba la sangre.
Se levantó de golpe.
—¿Qué dijiste? ¿Los Beatles?
El hombre levantó una ceja.
—Sí. Están en su mejor momento. ¿Cómo que qué dije?
Eduardo sintió un mareo más fuerte.
Las manos le sudaban.
Los latidos le golpeaban las sienes.
—Ellos… en mi mundo… no están vivos. No todos. No están juntos. No puede ser.
El hombre se quedó en silencio unos segundos. Luego exhaló lento, como quien esperaba esa frase.
—Entonces no eres de aquí —susurró.
Eduardo tragó saliva.
—¿De qué estás hablando?
El hombre se acercó a la ventana y apartó la cortina.
Afuera, la neblina estaba regresando. Moviéndose como un animal herido que buscaba su presa.
—A veces —dijo—, la neblina de la montaña… abre puertas. Puertas que no deberíamos cruzar. No distingue quién entra. Solo escoge. Y tú… fuiste escogido.
Eduardo sintió un estremecimiento tan profundo que casi le fallaron las rodillas.
—¿Puedo volver? —preguntó con la voz quebrada.
El hombre no respondió de inmediato.
Se volvió hacia él. Bajo la luz rojiza de la radio, sus ojos parecían brillar con una tristeza inmensa.
—Algunos regresan —dijo—. Otros no. La neblina decide… según lo que quiere.
Eduardo no entendía.
No quería entender.
Pero cuando el hombre lo condujo de nuevo a la carretera durante el amanecer, algo estaba claro: no era su mundo.
La neblina empezó a levantarse de nuevo, espiralando entre los árboles. Sus dedos blancos parecían llamarlo, envolviéndolo.
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Editado: 04.12.2025