Decidió ir a un paseo en bote por el lago con su tío, pero la naturaleza de pronto se comportó diferente...
La vieja camioneta del tío Hernán se estacionó a un lado del camino. Desde allí podía apreciarse la majestuosidad de la laguna de Catemaco: cómo su agua reposaba tranquila y con ese característico reflejo plomizo del cielo.
Abajo, entre dos colinas repletas de vegetación tropical, había un pequeño muelle, donde algunos hombres trabajaban en las lanchas para turistas.
Jaime se les quedó mirando, a la par que un trago de saliva revelaba un nudo en su garganta.
—Qué milagro que quisiste venir conmigo, Jimmy —dijo su tío, que apretaba el volante con mucho entusiasmo—. ¿Ya empezaste a extrañar a tu papá?
—No, este… No —Agitó la cabeza y miró el tablero.
—Ahorita llega. Ese pelado siempre se tarda mucho.
—¿Pelado?
El tío se burló y culminó su gracia en una carcajada flemosa.
—Así nos decíamos de niños —dijo, ya recuperado y serio pero nostálgico—. Cuando andábamos por la sierra, de aquí pa’ allá. Nombre, hijo; éramos tan felices de chamacos que tú nunca comprenderás lo que es provincia.
—Pues todavía me acuerdo cuando vine la primera vez.
—¿A poco sí? Estabas bien chiquito, como de diez años.
—Ay, tío, pero sí me acuerdo. —Le regaló una sonrisa algo tensa—. Apenas pasaron cuatro años, ¿no?
—Sí, es muy cierto. Y cómo has crecido —repasó su cuerpo—. Voy al Texx, ¿quieres algo?
—No, tío Hernán. Estoy bien. Gracias.
—Órale pues. —Se bajó de la camioneta, y desde afuera siguió diciendo—. Pero con este pinche calorón deberías tomarte un refresco.
—No, gracias, en serio.
El tío se fue.
Jaime percibió cómo su corazón latió más rápido al encontrarse solo, en una camioneta desconocida, a las orillas de una carretera todavía más desconocida. Miró a la gente pasar y advirtió que dichas personas lucían un poco más morenas que las que vivían en su ciudad. Se acordó de todo lo que hablaban en los noticieros y se imaginó a un grupo de delincuentes acercándose a él, para asaltarlo o llevárselo como rehén, a algún sitio recóndito de la selva. El sol, además, quemaba su piel apenas se asomaba de entre las nubes. Su paliducha y delgada pierna se agitaba de nervios.
La camioneta se abrió, sintió un enorme peso y miró a su tío, que azotaba la puerta detrás de él.
—¿Qué crees, Jimmy? —Abría su refresco, con cierta mirada incómoda hacia él—. Hace rato tu papá me marcó y dijo que se tardaría más. Ese pelado… —Dio un trago a la botella y Jimmy sintió que su corazón se volcaba más con aquellas declaraciones. Luego escuchó el girar de la taparrosca—. Se va a perder un paseo gratis a La Isla de los Monos.
—¿Se va a perder?
—Pues al rato llueve, mijo, y acá caen unos aguaceros demenciales.
—¿No será mejor esperarlo?
—¿Qué te estoy diciendo? —preguntó con tono alzado.
—Es que… Perdón, yo… No quisiera ir sin él. ¿Qué tal si no nos encuentra?
—Para nada. Ese pelado todavía se acuerda rebién de la ciudad donde nació. —Se mostró a continuación menos pesado—: No nos tardaremos, vas a ver que llegamos antes que él.
—No sé.
—Mira, Jimmy. Vamos tú y yo. No pasa nada; nos divertiremos.
—Ahorita que venga, ¿no?
—No seas miedoso, vente.
El tío se bajó y Jimmy ya no supo cómo llevarle la contraria. Tenía un poco de respeto por el juicio de su tío, así que, no lo dudó más y dejó la camioneta. El robusto individuo entró por un pequeño arco conformado por tubos rojos, del cual pendía un farola. Ambos siguieron un sendero pedregoso hasta que el vehículo se escondió en la vegetación. La temperatura se refrescó y Jaime lo agradeció, pues haberse olvidado de su bloqueador solar se convertía en un martirio.
—Pisa con cuidado, no te vayas a desbarrancar.
A pesar de su complexión, el tío descendía bien por las rocas; por otro lado, Jaime cuidaba sus pasos y se agarraba de las ramas para no caer. Por su baja estatura creía que se rompería los huesos si rodaba entre la maleza. Pero su caminata no tuvo más dificultad porque ambos llegaron a la zona donde se reunían turistas y lancheros. Desde allí Jaime miró con recelo a los habitantes. No encontró personas que, como él, no conocieran por ahí. Un aroma como de incienso se hizo presente, y luego se convirtió en un hedor extraño, parecido al de plumas tiznadas.
—Por aquí —le señaló un camino con menos rocas de lago.
De las ramas colgaban símbolos conformados de palitos atados con cordones de caña. Otros colguijes eran cuales muñequitos. Sin embargo, uno de los adornos en los árboles que más le había llamado la atención era un triángulo invertido con múltiples patrones en su interior. Esta simbología colgaba más cercano a algunas cabañas, y se repetía decenas o centenas de veces.
—Ya llegamos, Jimmy. Mira, ¿ya viste? Esta es la playa La Brecha, y aquí trabajo con mis lancheros. Soy dueño de esta parte de la laguna. Como sabrás, manejo un negocio de lanchas. Nos divertiremos, vas a ver.