Cuentos Hórridos

Aún la oigo gritar

Por más que quiera evitarlo, la gente siempre regresará a los lugares que más dolor le han provocado. Tendrán esa etiqueta de sitios embrujados, con puertas bien cerradas, pero hay algo allí que nos hará volver. Este era el caso de Raúl, quien se encontró una vez más ante su peor pesadilla, la escuela primaria Horacio Quiroga.

Sin embargo, tal establecimiento no representaba una época aciaga de su vida, sino que era el lugar donde su enamorada había desaparecido en circunstancias surreales, por decirlo de algún modo.

—No la encontrarás allí, Raúl —dijo Andrea, su acompañante fiel de exploraciones. Había mucha inseguridad en su voz, y sus facciones reflejaban muy bien el sentimiento. Ante ellos aguardaba un edificio envuelto en penumbras, a pesar de ser de tarde. El cielo plomizo oscurecía el panorama más de lo debido—. ¿Recuerdas el Silent Hill 2? Pues tú eres James Sunderland en este momento.

—No tenías que venir.

—Bueno, lamentablemente le juré a tu madre que jamás dejaría de protegerte.

—No necesito que nadie me proteja, ¿sí? Y no necesito que me digas que ella no está allí. Quiero entender esto; quiero saber lo que le pasó. Si quieres irte con esos idiotas, está bien, yo haré esto de una manera u otra.

—Es que Mario y Pedro tienen razón, Raúl, es imposible que ella…

—¡Esos dos son unos cobardes! No pueden entenderme. Ni siquiera tú, que se supone que eres mi mejor amiga, puedes entenderme ahora. Nadie podrá hacerlo jamás, ¿entiendes?

Andrea asintió con la gracia de una niña regañada.

Los exploradores bajaron la ladera y atravesaron las hierbas secas. Raúl andaba con un bastón, porque en su última exploración de aquel colegio abandonado había sufrido una caída. Evitaban desperdicios de todo tipo, y cuando se dice de todo tipo, es que también había basura que nadie querría encontrarse: muñecas tiznadas, peluches con agujas clavadas, esqueletos descabezados de pollo y tiesos cadáveres de gatos sobre pentáculos negros. A Raúl se le hizo muy común verlos, e incluso pateó alguno de estos objetos; pero Andrea, por otro lado, procuraba su distancia.

La puerta de la primaria estaba tumbada, como la última vez. Ambos subieron la escalinata: Raúl determinado y Andrea después, quien a la par vigilaba la retaguardia y los demás lados.

De las oscuras ventanas parecían asomarse rostros pálidos, o así también figuraban entre los escombros bultos que se escondían de las linternas. Adentro las botas trituraban trozos de vidrio y madera. Había en el aire, además del aroma húmedo del aserrín, mucha incertidumbre, o, inclusive, la sensación de que no eran los únicos allí.

—No deberíamos meternos con estas cosas, Raúl.

Él la ignoro y siguió buscando pistas.

Atravesaron el túnel de ingreso, en cuyas paredes había pedazos de periódicos elaborados por niños. El contenido tenía imágenes de cómo era la primaria antes de que la cerraran; ahí posaban profesores, niños y padres, en fotografías tan desgastadas que lucían como de tiempo muy lejano.

Cuando llegaron al zócalo, en donde se ubicaban las aulas, Andrea iluminó hacia arriba y tuvo la imaginación de que, de los pretiles de los pasillos, figuras fantasmales e infantiles los estarían observando. Así que, al estar consciente de aquella visión, alució hacia Raúl, que ya se había metido a un salón.

Sobre los pupitres habían libros y cuadernos. A Andrea se le antojó que, si los cogía por un instante en las manos, estos se desharían como montones de ceniza.

—¡Fernanda! —gritó Raúl, ya afuera—. ¡Fernanda! ¿Dónde estás?

—Raúl… Te digo que podríamos… podrías meterte en problemas.

—No me importa.

—No me refiero a esa clase de problemas, y lo sabes.

—¡Fernanda!

Del fondo surgió un ruido estrepitoso, sucedido por una caída de vigas metálicas. Los exploradores fueron hasta el otro ángulo del zócalo y Andrea advirtió que había sido un montón de escombro, pues Raúl no podía ir tan rápido como ella. Un jirón polvoriento los hizo toser y sacudir las manos, para despejar un poco el aire. Mientras Andrea creyó que no era normal, Raúl dijo:

—Estos techos siguen cayéndose. Las estructuras están muy debilitadas. No me gustaría romperme un hueso en esta ocasión.

—¿No crees que es mucha coincidencia?

—¿Coincidencia? ¿Cómo?

—Esta escuela sabe que estamos aquí.

—Andrea, no empieces a hacerte ideas.

Él comenzó a cojear hasta el zócalo, para continuar con su búsqueda de pistas, pero Andrea había tomado aquel comentario como una ofensa, de modo que enrojeció y gritó a las espaldas de su amigo:

—¡Que la chingada, Raúl! —Él apenas volteó—. ¿Que no te das cuenta? Exploramos este lugar en un principio por ser un edificio supuestamente embrujado. Y nos dimos cuenta de que esas leyendas eran ciertas.

—¿Cómo crees? —Raúl esbozó una sonrisa artificial.

—Quizá ni yo ni Mario ni Pedro ni la sociedad entendamos tu devoción por Fernanda, pero si algo es cierto, es que tú no entiendes que hay lugares como este.




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