EL DRAGON QUE NO QUERIA SER MALO
En un reino muy muy lejano, oculto entre altas montañas y espesos bosques, vivía un dragón llamado Draco.
A diferencia de los otros dragones de fogoso aliento que habitaban aquellas tierras, Draco era un dragón bueno y amigable. Tenía las escamas de un verde brillante, como esmeraldas que centelleaban bajo el sol. Sus ojos eran amarillos como piezas de oro.
Lo que más le gustaba a Draco era sobrevolar los pueblos del reino y observar fascinado las actividades de los humanos. Le encantaba ver a los niños jugando y riendo, a las madres preparando comida en sus cocinas, a los padres trabajando en el campo o en sus talleres ... Toda esa vida le resultaba nueva y maravillosa.
A veces Draco descendía en un claro del bosque y se quedaba mirando embelesado una aldea durante horas, preguntándose cómo sería tener amigos humanos con los que compartir charlas, juegos y risas. Por mucho que le fascinara observarlos, Draco se sentía muy solo.
Y es que los otros dragones no entendían su interés por los insignificantes humanos. Cada vez que intentaba acercarse a un pueblo, los aldeanos huían despavoridos al verle llegar, temerosos de que los atacara con su fuego o se los comiera, como solían hacer los de su especie. Así que Draco se conformaba con admirarles desde lejos, con anhelar en secreto su amistad.
Hasta que un día, mientras sobrevolaba los bosques cercanos a su cueva, divisó un pequeño grupo de niños humanos recogiendo moras silvestres. Draco bajó en picada por si necesitaban ayuda, pero antes de poder ofrecerla, los niños echaron a correr asustados.
Draco se entristeció, creyendo que jamás lograría ser aceptado. Pero entonces reparó en que una niña pequeña se había quedado rezagada. Era menuda, con largas trenzas castañas y ojos muy azules, que lo miraban sin temor.
Draco abrió su enorme boca y habló con voz gruesa:
La niña se quedó quieta, observándolo muy seria. Luego esbozó una tímida sonrisa.
Draco parpadeó sorprendido porque alguien le hablara sin gritar ni salir corriendo.
Anie soltó una risita.
Draco frunció el ceño, algo dolido por el comentario. La niña debió notarlo porque enseguida añadió:
El dragón esbozó una sonrisa y sus escamas verdes brillaron aún más bajo el sol de la tarde.
Desde ese día, cada vez que Draco sobrevolaba el bosque en busca de la aldea de Anie, la niña acudía a su encuentro. Al principio, sus padres y los demás aldeanos desconfiaban de aquella extraña amistad e intentaban mantenerla alejada del dragón. Pero pronto comprendieron que Draco jamás le haría daño a la pequeña.
Con el tiempo, el dragón bueno pasó a ser parte de la vida de los aldeanos. Cuando el invierno se adelantó aquel año con temperaturas muy bajas, Draco usó su cálido aliento para fundir el hielo de los campos y salvar las cosechas. Otro día en que una tormenta desató un voraz incendio en el bosque cercano a la aldea, él lo apagó con su aliento helado.
Cada tarde, tras completar sus tareas, Anie corría a la pradera para jugar con su mejor amigo. Trepaba por su lomo escamoso, acariciaba sus puntiagudas orejas e intentaba atrapar su larga cola mientras Draco reía con estruendosos rugidos.
A veces la llevaba a dar largos paseos sobre su lomo, sobrevolando parajes de belleza deslumbrante para la niña. Otras, simplemente se tumbaban en la hierba a observar las nubes y Draco escuchaba fascinado los interminables relatos de Anie sobre su día en la aldea.
Por primera vez en su larga vida, el dragón que no quería ser malo se sentía feliz y completo. Por fin tenía lo que siempre había anhelado: una amiga humana dispuesta a quererle tal y como era.
Así, la peculiar amistad entre la pequeña Anie y Draco el dragón bueno, perduró por muchos, muchos años. Tantos, que la niña creció y se convirtió en una anciana que aún salía cada tarde, apoyada en su bastón, a acariciar las escamas de su viejo amigo Dragón y a compartir con él nuevas historias.
MORALEJA:
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personajes fantasticos, un mundo mágico donde todo es posible., magia y aventuras en mundos desconocidos
Editado: 14.12.2023