En un rincón lejano del mundo se alzaba el reino de Ventalluna, un lugar donde los vientos cantaban entre colinas doradas y los ríos brillaban como cintas de plata bajo un cielo siempre azul. Los campos estaban bordados de flores silvestres, rojas como el crepúsculo y blancas como la nieve, y las torres del castillo, altas y blancas, parecían tejidas con hilos de nubes. Los aldeanos vivían en casas de piedra con tejados de paja, y cada mañana el aroma del pan recién horneado se mezclaba con el canto de los ruiseñores. Era un reino de paz y abundancia, gobernado por un rey y una reina cuyos corazones eran tan gentiles que hasta las tormentas se suavizaban al pasar por sus tierras.
En este reino vivía la princesa Alina, una joven de dieciséis años cuya belleza era como un amanecer. Sus cabellos dorados caían en cascadas de luz hasta su cintura, y sus ojos verdes, brillantes como el musgo fresco tras la lluvia, parecían guardar los secretos del bosque. Su voz era dulce, capaz de calmar a las bestias y hacer que los pájaros callaran para escucharla. Era elegante cuando quería, sabia en sus palabras y valiente como los caballeros de las viejas canciones.
Sin embargo, Alina tenía un defecto que sus padres, con suspiros, lamentaban: amaba la libertad por encima de todo. Odiaba los vestidos pesados que le cosían las costureras reales, con sus encajes que arañaban su piel, y las coronas que le apretaban la cabeza como grilletes de oro.
A menudo escapaba del castillo, dejando atrás los salones de mármol para correr descalza por los prados, trepar árboles como un cervatillo salvaje o nadar en los arroyos helados. "No quiero ser princesa," decía, pateando el suelo con sus pies descalzos, "quiero ser libre como el viento y vivir sin reglas".
Un día de primavera, cuando el sol pintaba el cielo con tonos de miel, Alina se alejó más de lo habitual. Cruzó los campos de trigo y se adentró en el Bosque Sombrío, un lugar donde los árboles eran tan altos que sus copas rozaban las estrellas, y el musgo cubría el suelo como una alfombra esmeralda. Allí, junto a un arroyo oculto cuyas aguas susurraban como un canto antiguo, encontró a una anciana. Su rostro estaba arrugado como la corteza de un roble, y sus manos huesudas tejían una red de hilos dorados que brillaban como fuego líquido. Alina, curiosa, se acercó.
—Buenos días, abuela —dijo, inclinando la cabeza—. ¿Qué haces con esos hilos tan bellos?
La anciana levantó la mirada, y sus ojos, negros como pozos sin fondo, la atravesaron.
—Tejo deseos, niña —respondió con una voz que crujía como ramas secas—. Soy una hechicera olvidada de Ventalluna, y veo en ti un corazón que anhela escapar. ¿Es verdad que desprecias tu corona?
Alina asintió, sentándose en una piedra musgosa.
—No quiero ser princesa. Quiero correr, saltar, vivir sin que me digan cómo sentarme o qué decir.
La hechicera sonrió, mostrando dientes torcidos.
—Puedo darte lo que deseas. Renuncia a tu título, y te haré una campesina común, libre de cadenas reales. Pero ten cuidado: lo que dejas atrás no siempre es fácil de recuperar.
Alina, sin pensarlo dos veces, extendió la mano.
—Hazlo —dijo, con el corazón latiendo como un tambor.
La hechicera chasqueó los dedos, y un torbellino de luz envolvió a Alina. Cuando el viento se calmó, ya no llevaba su vestido de seda ni su diadema de perlas. Vestía un sencillo traje de lino marrón, y sus recuerdos de la vida en el castillo se desvanecieron como niebla al amanecer. La hechicera desapareció, dejando solo el eco de una risa seca.
Alina, ahora una muchacha sin nombre real, caminó por el bosque con una sonrisa. Durmió bajo las estrellas, bebió de los arroyos y danzó con las hojas que caían. Los días pasaron como un sueño ligero, y al principio su corazón cantaba de alegría. Pero pronto notó algo extraño: sin un hogar al que volver, el frío de la noche mordía sus huesos, y sin un propósito, sus pasos se volvieron pesados. "La libertad es hermosa," pensó, "pero ¿qué hago con ella?"
Mientras tanto, en Ventalluna, el reino lloraba la pérdida de su princesa. Las flores se marchitaron, sus pétalos cayendo como lágrimas, y los vientos dejaron de cantar, volviéndose suspiros tristes. El rey y la reina, con rostros pálidos, enviaron mensajeros a los reinos vecinos, buscando ayuda.
Uno de ellos llegó a Solnieve, un reino de montañas nevadas y lagos cristalinos, donde vivía el príncipe Darian. Era un joven de dieciocho años, de cabello oscuro como la noche y ojos azules como el mar. Valiente y bondadoso, Darian montó su caballo blanco y partió hacia Ventalluna, decidido a encontrar a la princesa perdida.
Darian cruzó el Bosque Sombrío y encontró a Alina junto al arroyo, tejiendo una corona de margaritas. No la reconoció, pues su belleza estaba oculta bajo el polvo y el lino sencillo, pero algo en su risa lo detuvo.
—Buenos días, muchacha —dijo, desmontando—. ¿Has visto a una princesa por aquí? Dicen que se perdió en este bosque.
Alina lo miró, intrigada por su voz firme y sus modales gentiles.
—No sé de princesas —respondió—. Solo soy una campesina que ama este lugar. ¿Por qué la buscas?
—Porque su reino la necesita —dijo Darian—. Sin ella, Ventalluna se desvanece.
Alina se encogió de hombros, pero algo en sus palabras la hizo pensar. Esa noche, mientras dormía bajo un roble, una tormenta mágica estalló sobre el bosque. Relámpagos verdes rasgaron el cielo y el viento aulló como un lobo hambriento. Darian, que acampaba cerca, corrió hacia ella.
—Es obra de una hechicera —gritó, cubriéndola con su capa—. Debemos detenerla.
Alina, temblando bajo la lluvia, vio cómo los árboles caían y el arroyo se volvía negro. "Esto no es bueno," pensó, "esto es caos." Juntos corrieron hacia el corazón del bosque, donde la hechicera tejía su red dorada, ahora más grande, absorbiendo la luz de las estrellas.
—Devuelve la paz —ordenó Darian, desenvainando su espada.
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Editado: 15.03.2025