Más allá de las montañas que besan el cielo, se extendía el reino de Rocasol, un lugar de piedra y fuego donde los acantilados se alzaban como gigantes dormidos y el sol ardía con un fulgor dorado que bañaba la tierra en tonos de ámbar. Los ríos corrían rojos por el polvo de las rocas, serpenteando entre llanuras donde crecían arbustos espinosos con flores de pétalos brillantes como brasas.
El castillo, tallado en la ladera de una montaña, era una fortaleza de lava congelada, con torres que apuntaban al firmamento y ventanales que reflejaban la luz como espejos de cristal pulido. Los aldeanos vivían en casas de piedra rojiza, y el sonido de los martillos de los herreros resonaba como un canto eterno. Era un reino fuerte y orgulloso, gobernado por un rey de barba gris cuya voz retumbaba como el trueno sobre las colinas, y una reina de manos suaves que tejía tapices con hilos de oro, llenando los salones de colores cálidos.
En este reino vivía el príncipe Elías, un joven de diecinueve años cuya figura era alta y esbelta como un roble joven en primavera. Su cabello era negro como la noche sin luna, cayendo en mechones rebeldes sobre su frente, y sus ojos grises tenían el brillo del acero recién forjado bajo el martillo. Era apuesto, con una sonrisa que podía calentar el corazón más frío, y sus manos eran hábiles tanto con la espada como con el arpa, cuyas cuerdas tocaba con dedos ligeros. Era noble en sus gestos y justo en sus palabras, pero cargaba un defecto que sus padres, en secreto, temían: dudaba de su propia valentía.
Aunque su cuerpo era fuerte y su mente aguda, temblaba ante la idea de liderar ejércitos, enfrentar tormentas o cargar con el peso de una corona. "No quiero ser príncipe," murmuraba a menudo, escondido en los establos con los caballos, acariciando su melena, "prefiero una vida tranquila, sin batallas ni responsabilidades que me aten." Soñaba con ser un trovador, libre como los pájaros, cantando bajo las estrellas sin que nadie esperara de él más que una melodía.
Una noche de verano, mientras las estrellas titilaban como joyas sobre Rocasol, Elías se sentó en los jardines del castillo, entre rosales espinosos y fuentes de agua cristalina. Tocaba su arpa, dejando que las notas flotaran en el aire como hojas doradas, cuando una sombra alada cruzó el cielo. Era un cuervo gigante, con plumas negras como el carbón y ojos que ardían como brasas en un fuego. El cuervo descendió, posándose sobre una estatua de piedra y habló con voz ronca que resonó en el silencio.
—Escucha, príncipe de Rocasol —dijo—. Una maldición ha caído sobre tu reino. Un dragón de escamas doradas, despertado por un hechicero envidioso del reino de Sombracero, arrasará estas tierras a menos que un príncipe lo enfrente antes de la próxima luna llena.
Elías dejó caer el arpa, y sus manos temblaron como hojas en una tormenta.
—No puedo —susurró—. No soy valiente como mi padre.
El cuervo batió las alas y voló hacia el castillo, llevando su mensaje al rey. Esa misma noche, el rey llamó a Elías al salón del trono, donde las antorchas ardían en las paredes y los tapices de la reina brillaban como soles tejidos. Con rostro sombrío, el rey habló.
—Hijo mío, debes partir al amanecer. El dragón ya quema los campos del oeste, y nuestro pueblo depende de ti.
Elías bajó la mirada, sintiendo el peso de mil montañas sobre sus hombros.
—Padre, no estoy hecho para esto —dijo—. Que otro lo haga.
Sin esperar respuesta, huyó del salón, montó su caballo más rápido, un corcel gris como la niebla, y galopó hacia el Bosque Ardiente, un lugar de árboles retorcidos y sombras danzantes donde el sol apenas llegaba. Allí, entre raíces que parecían manos nudosas, desmontó y se escondió, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. "No seré príncipe," pensó, "no enfrentaré dragones ni hechiceros."
Los días pasaron, y Elías vivió entre los árboles, comiendo bayas y tocando su arpa para ahuyentar el miedo. Pero una tarde, mientras descansaba junto a un arroyo de aguas rojas, oyó pasos ligeros. Era una joven de cabellos plateados que brillaban como la luna y ojos azules como zafiros pulidos. Vestía una capa verde bordada con hojas, y llevaba un cesto lleno de hierbas que olían a menta y miel. Era Liora, princesa de Lunamar, un reino lejano de mares tranquilos y noches estrelladas, que viajaba en busca de plantas mágicas para su pueblo.
—¿Quién eres? —preguntó Liora, inclinando la cabeza—. Pareces perdido.
Elías, avergonzado, apartó la mirada.
—Soy Elías, un trovador —mintió—. No tengo hogar ni destino.
Liora se sentó a su lado, ofreciéndole una taza de té hecho con las hierbas de su cesto.
—No pareces un trovador común —dijo—. Tus manos tiemblan, y tus ojos buscan algo que no nombras.
Elías suspiró, y la verdad escapó de sus labios como un pájaro liberado.
—Soy el príncipe de Rocasol, pero no quiero serlo. Un dragón amenaza mi reino, y yo… tengo miedo.
Liora lo miró sin juzgarlo, y su voz fue suave como el murmullo del arroyo.
—La valentía no es no tener miedo, sino actuar a pesar de él. Ven conmigo, Elías. No enfrentaremos al dragón por gloria, sino por los que no pueden hacerlo.
Elías dudó, pero algo en los ojos de Liora, firmes y cálidos, lo convenció. Juntos partieron hacia el oeste, donde el cielo se teñía de humo y las llamas corrían los campos. En el camino, encontraron al hechicero de Sombracero, un hombre de rostro pálido como la cera y risa cruel. Vestía una túnica negra bordada con hilos de plata, y en su mano sostenía un cetro de ébano que brillaba con sombras vivas. Frente a él, el dragón de escamas doradas rugía, atado por cadenas de oscuridad que salían del cetro.
—Rocasol será mío —gritó el hechicero—. Este dragón quemará sus tierras, y yo reinaré sobre las cenizas.
Elías tembló, pero Liora susurró:
—Usa tu mente, no tu espada.
El príncipe respiró hondo y tuvo una idea. Tocó su arpa, dejando que las notas subieran como un viento suave, y cantó una melodía antigua que su madre le había enseñado. El dragón, hipnotizado, cerró los ojos, y su rugido se volvió un ronroneo. Liora, rápida, lanzó una red de hierbas mágicas sobre el hechicero, cegándolo por un momento.
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Editado: 15.03.2025