En las tierras del norte, donde el invierno tejía mantos de hielo y el verano pintaba prados de esmeralda, se alzaba el reino de Cristalmar. Sus costas besaban un mar de aguas profundas, tan azules que parecían espejos del cielo, y sus colinas estaban salpicadas de aldeas con tejados de pizarra y chimeneas que humeaban como dragones dormidos.
El castillo, construido con piedra blanca y cristal, brillaba bajo el sol como una joya tallada por manos celestiales, y sus jardines estaban llenos de rosas que florecían incluso en la nieve. Era un reino de belleza y armonía, gobernado por un rey de mirada serena, cuya corona relucía con zafiros, y una reina de voz melodiosa que cantaba himnos antiguos al atardecer.
En este reino vivía la princesa Clara, una niña de doce años cuya hermosura era como la luz de la luna en una noche clara. Sus cabellos eran castaños, suaves como la seda y trenzados con cintas de plata, y sus ojos, del color del ámbar, parecían reflejar los sueños del mundo. Era elegante en sus pasos, sabia para su edad y justa cuando jugaba con los hijos de los aldeanos.
Sin embargo, Clara tenía un defecto que sus padres, con susurros preocupados, notaban: era demasiado reservada, casi egoísta con su tiempo. No le gustaba compartir su mundo con otros, y prefería leer libros en las torres altas o pasear sola por la orilla del mar. "No quiero ser princesa," decía, escondida tras las cortinas de su alcoba, "las princesas deben dar todo de sí mismas, y yo quiero guardar mi paz para mí." Soñaba con ser una ermitaña, libre de las demandas de la corte.
Una mañana de invierno, cuando la nieve cubría Cristalmar, como un velo de encaje, Clara salió al bosque cercano, envuelta en una capa gris. Llevaba un libro bajo el brazo, buscando un rincón tranquilo para leer, cuando un gemido suave la detuvo. Bajo un roble, encontró a un lobo blanco, con el pelaje manchado de sangre y una pata atrapada en una trampa de cazadores.
Sus ojos, grises como la niebla, la miraron con súplica. Clara dudó. "No es mi problema," pensó, dando un paso atrás. Pero el lobo gimió de nuevo, y algo en su interior se ablandó. Con manos temblorosas, abrió la trampa y vendó la pata del animal con un trozo de su capa.
El lobo, al levantarse, habló con voz grave.
—Gracias, niña de Cristalmar —dijo—. Soy Lupo, guardián de este bosque. Por tu ayuda, te daré un don: tres deseos para usar antes de que la nieve se derrita. Pero cuidado, pues cada deseo tiene un precio.
Clara, sorprendida, inclinó la cabeza.
—No quiero ser princesa ni tener deberes —dijo—. Dame una vida sola y tranquila.
Lupo asintió, y con un aullido, la nieve giró a su alrededor. Cuando el torbellino cesó, Clara estaba en una cabaña pequeña en lo profundo del bosque, con un fuego sonoro, una cama de musgo y estantes llenos de libros. Al principio, su corazón saltó de alegría. Leyó bajo la luz de las velas, caminó entre los árboles y escuchó el silencio del invierno. Pero pronto, la soledad pesó como una piedra. "Nadie me necesita aquí," pensó, mirando las páginas vacías de sus días.
Mientras tanto, en Cristalmar, una sombra cayó sobre el reino. Los ríos se helaron, las rosas se marchitaron, y los aldeanos murmuraban que una maldición había robado la primavera. El rey y la reina, con rostros pálidos, buscaron a su hija, pero no hallaron rastro.
Fue entonces cuando un príncipe llegó a las puertas del castillo. Se llamaba Ivo, del reino de Floracima, un joven de quince años con cabellos dorados como el trigo y ojos verdes como las hojas nuevas. Era valiente y bondadoso, y había oído de la princesa perdida. Con su arco y su caballo bayo, partió al bosque, decidido a encontrarla.
Ivo halló la cabaña de Clara tras días de búsqueda, guiado por huellas en la nieve. La vio sentada junto al fuego, con el rostro triste.
—¿Eres la princesa Clara? —preguntó, entrando con el viento helado.
Ella lo miró, sorprendida.
—No soy princesa ya —respondió—. Pedí vivir sola, pero… no es como lo imaginé.
Ivo se sentó a su lado, calentando sus manos.
—Tu reino te extraña —dijo—. Las flores mueren sin ti, y el frío no se va. Una maldición crece, y creo que está ligada a tu deseo.
Clara frunció el ceño, recordando a Lupo.
—Tengo dos deseos más —dijo—. Quizá pueda arreglarlo.
Llamó al lobo, que apareció entre las sombras, como una visión blanca.
—Deseo que el invierno termine —dijo Clara.
Lupo aulló, y la nieve comenzó a derretirse, pero había un precio: el bosque tembló, y raíces negras brotaron del suelo, atrapando la cabaña. "Cada deseo despierta un mal," pensó Clara, asustada. Ivo desenvainó su daga, cortando las raíces, pero más crecían.
—Usa tu último deseo con sabiduría —dijo Ivo—. No para ti, sino para otros.
Clara cerró los ojos, pensando en los aldeanos helados, las rosas muertas, su madre cantando. "No quiero guardarme para mí," pensó. Entonces habló.
—Deseo que mi bondad devuelva la vida a Cristalmar —dijo.
Un resplandor dorado salió de su pecho, y Lupo sonrió.
—Ese es el deseo que rompe mi prueba —dijo—. El invierno era mi tormento, para ver si pensabas en otros.
La luz se extendió, derritiendo el hielo, floreciendo las rosas y calentando el reino. Las raíces se deshicieron, y el bosque cantó con pájaros. Clara e Ivo regresaron a Cristalmar, donde el pueblo la recibió con abrazos y lágrimas. El rey y la reina la envolvieron en sus brazos, y las rosas del jardín volvieron a abrirse, más rojas que nunca.
—No quiero ser princesa para esconderme —dijo Clara ante todos—. Quiero serlo para dar lo que tengo.
Ivo, con una sonrisa, prometió volver a visitarla. Clara, con su trenza plateada al viento, supo que algún día sería reina, no por deber, sino por amor a su gente, lista para compartir su bondad con el mundo.
Moraleja:
La bondad no se guarda como un tesoro, sino que florece cuando la ofrecemos a quienes nos rodean.
#3527 en Fantasía
#766 en Magia
combina diversión y aprendizaje, desarrolla tu imaginación, lectura abre puertas
Editado: 15.03.2025