Cuentos Mágicos para Primeros Lectores Princesas y Príncipes

Capítulo 5: Livia y la Nobleza

En las tierras del este, donde los bosques susurraban con hojas de plata y los amaneceres pintaban el cielo con hilos de oro, se alzaba el reino de Bosqueclaro. Sus árboles eran altos como torres, con troncos blancos que brillaban bajo la luz, y sus senderos estaban alfombrados de musgo verde y flores que cantaban al abrirse.

Los ríos fluían con aguas cristalinas, reflejando las copas como espejos encantados, y las aldeas se escondían entre las ramas, con casas de madera tallada y faroles que titilaban como luciérnagas. El castillo, erguido en un claro rodeado de pinos, era una maravilla de piedra gris y vidrieras que contaban historias de antiguos reyes. Era un reino de magia y serenidad, gobernado por un rey de manos firmes, cuya risa resonaba como un arroyo, y una reina de ojos sabios, que tejía mantos con plumas de cisne.

En este reino vivía la princesa Livia, una joven de diecisiete años cuya belleza era como un rayo de luna entre las sombras. Sus cabellos eran negros como la medianoche, cayendo en ondas suaves hasta sus rodillas, y sus ojos, violetas como las flores del crepúsculo, parecían guardar un brillo secreto.

Era elegante en su porte, justa en sus palabras y valiente cuando trepaba los árboles más altos, pero cargaba un defecto que sus padres, con suspiros callados, notaban: era demasiado indiferente, casi desdeñosa con su linaje. No le gustaba la idea de ser princesa, pues veía la nobleza como una carga de vanidad. "No quiero ser princesa," decía, escondida en las ramas con un libro de poemas, "prefiero ser una más del bosque, sin títulos ni reverencias que me eleven sobre otros." Soñaba con ser una poeta anónima, libre de la corona, escribiendo versos bajo las estrellas sin que nadie supiera su nombre.

Una tarde de otoño, cuando las hojas caían como lluvia dorada, Livia salió al bosque con su pluma y su cuaderno, buscando un rincón silencioso. Mientras escribía versos sobre el viento, un murmullo extraño la interrumpió. Entre los árboles, encontró un ciervo de cornamenta plateada, con una pata atrapada en una raíz retorcida.

Sus ojos, grandes y oscuros, la miraron con súplica. Livia frunció el ceño. "No soy sirvienta de nadie," pensó, dando un paso atrás. Pero el ciervo gimió y cedió un poco. Con dedos rápidos, cortó la raíz con una daga y liberó al animal.

El ciervo se levantó y habló con voz suave como el susurro de las hojas.

—Gracias, hija de Bosqueclaro —dijo—. Soy Caelo, espíritu de este bosque. Por tu ayuda, te daré un don: tres llaves mágicas para abrir cualquier puerta. Pero ten cuidado, pues cada puerta revela un precio.

Livia, intrigada, tomó las llaves: una de oro, otra de plata y una de bronce.

—No quiero ser princesa ni cargar con un reino —dijo—. Dame una vida simple, sin nobleza.

Caelo inclinó la cabeza, y con un resplandor, Livia se vio transportada a una cabaña humilde en el borde del bosque. Vestía ropas de lino gris, y sus recuerdos de la corte se desvanecieron como humo. Al principio, su corazón cantó de alivio. Escribió poemas en la penumbra, caminó entre los árboles y durmió bajo un tejado de ramas. Pero pronto, la soledad la envolvió como una niebla fría. "Nadie lee mis versos," pensó, mirando las páginas que el viento ignoraba.

Mientras tanto, en Bosqueclaro, una sombra creció sobre el reino. Los árboles perdieron su brillo, las flores cerraron sus pétalos, y un silencio pesado reemplazó los cantos del bosque. El rey y la reina, con rostros sombríos, buscaron a su hija, pero solo hallaron su cuaderno abandonado. Fue entonces cuando un príncipe llegó al reino. Se llamaba Rúan, del reino de Piedraviva, un lugar de colinas rocosas y vientos salvajes. Era un joven de diecinueve años, con cabellos castaños como la tierra húmeda y ojos grises como la piedra pulida. Era bondadoso y sabio, y había oído de la princesa perdida. Con su espada y su caballo blanco, partió al bosque, guiado por un presentimiento.

Rúan encontró la cabaña de Livia tras días de búsqueda, siguiendo el rastro de hojas plateadas. La vio sentada en el umbral, con un poema a medio escribir.

—¿Eres la princesa Livia? —preguntó, desmontando.

Ella lo miró, confundida.

—No soy princesa —respondió—. Solo una poeta que vive sola.

Rúan se sentó junto a ella, ofreciéndole un pan de su mochila.

—Tu reino se apaga —dijo—. Los árboles mueren y el silencio crece. Creo que tu ausencia es la causa.

Livia frunció el ceño, ignorando al príncipe, quien se resistía a partir.

Unos segundos luego, toca las llaves en su bolsillo y recuerda que son especiales.

—Tengo dos llaves mágicas —dijo—. Quizá pueda cambiar esto.

Llamó a Caelo, que apareció entre los árboles como un espectro brillante.

—Quiero que el bosque viva de nuevo —dijo, usando la llave de plata.

Un resplandor plateado brotó, y las hojas volvieron a brillar, pero un precio surgió: un río cercano se volvió negro, y sombras aladas salieron de sus aguas, chillando como cuervos enfurecidos. "Cada llave tiene un costo," pensó Livia, asustada. El príncipe Rúan desenvainó su espada, cortando las sombras, pero más surgían.

—Usa la última llave con cuidado —dijo Rúan—. No para ti, sino para todos.

Livia dudó, pensando en su orgullo. "Siempre quise estar sola," pensó, "pero este bosque me dio tanto". Entonces, tomó la llave de bronce y habló:

—Que mi nobleza salve Bosqueclaro —dijo.

Un resplandor dorado salió de su pecho, y Caelo sonrió.

—Ese es el deseo que rompe mi prueba —dijo—. El silencio era mi reto, para ver si pondrías a otros antes que a ti.

La luz se extendió, limpiando el río, reviviendo las flores y llenando el bosque de cantos. Las sombras se desvanecieron, y el aire se llenó de aromas dulces. Livia y Rúan regresaron a Bosqueclaro, donde el pueblo la recibió con danzas y risas. El rey y la reina la abrazaron, y los árboles alzaron sus ramas como un saludo. Livia, con su cabello negro suelto, habló ante todos.




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