Cuentos Mágicos para Primeros Lectores Princesas y Príncipes

Capítulo 6: Adrián y la Sabiduría

En las tierras del oeste, donde el sol se hundía en un mar de llamas y los acantilados se alzaban como guardianes de piedra, se extendía el reino de Oromar. Sus costas estaban bordeadas de playas doradas, donde las olas cantaban con espuma blanca, y sus colinas estaban cubiertas de viñedos que brillaban como esmeraldas bajo la luz. Los pueblos se alzaban con casas de techos rojos y calles empedradas, y el aroma del vino y las flores silvestres llenaba el aire.

El palacio, construido sobre un acantilado, era una fortaleza de mármol blanco y torres que parecían talladas por el viento, con balcones desde los que se veía el horizonte infinito. Era un reino de esplendor y fuerza, gobernado por un rey de rostro bronceado, cuya espada había forjado la paz, y una reina de manos delicadas, que pintaba acuarelas de los atardeceres marinos.

En este reino vivía el príncipe Adrián, un joven de veintiún años cuya presencia era como una brisa fresca en el calor del verano. Su cabello era rubio como el trigo maduro, cayendo en mechones sueltos sobre su frente, y sus ojos, azules como el mar en calma, tenían un brillo de curiosidad inquieta. Era apuesto, con una sonrisa que iluminaba los salones, y su voz era clara y firme, capaz de calmar disputas.

Era valiente en las tormentas y bondadoso con los aldeanos, pero cargaba un defecto que sus padres, con miradas preocupadas, notaban: era impaciente y desconfiaba de su propia inteligencia. Prefería actuar sin pensar y dejar las decisiones a otros, diciendo: "No soy lo bastante sabio para ser príncipe". "No quiero esta corona," murmuraba, paseando por las playas con los pies descalzos, "las leyes y los libros son para mentes más lentas que la mía." Soñaba con ser un marinero, libre de responsabilidades, navegando los mares sin preocuparse por el peso del reino.

Una mañana de primavera, cuando las gaviotas danzaban en el cielo y las olas rompían contra los acantilados, Adrián salió al puerto con una caña de pescar, buscando la tranquilidad del mar. Mientras lanzaba el anzuelo, un murmullo extraño lo detuvo. Entre las rocas, encontró una tortuga marina de caparazón verde, atrapada en una red abandonada por pescadores descuidados. Sus ojos, oscuros y antiguos, lo miraron con súplica. Adrián frunció el ceño. "No tengo tiempo para esto," pensó, dando un paso atrás. Pero la tortuga pateó débilmente, y su impaciencia cedió un poco. Con su daga, cortó las cuerdas y liberó al animal, que nadó un momento antes de volver a la orilla.

La tortuga habló con voz grave como el canto de las olas.

—Gracias, hijo de Oromar —dijo—. Soy Maris, guardiana de estos mares. Por tu ayuda, te daré un don: tres mapas mágicos que te guiarán a cualquier destino. Pero ten cuidado, pues cada viaje exige un precio.

Adrián, intrigado, tomó los mapas: uno de pergamino dorado, otro de tela plateada y uno de cuero bronceado.

—No quiero ser príncipe ni cargar con un reino —dijo—. Llévame a una vida libre, sin deberes.

Maris inclinó la cabeza, y con un resplandor, Adrián se vio transportado a una isla lejana en medio del océano. Era un lugar de arenas blancas y palmeras altas, con un bote pequeño y redes llenas de peces. Al principio, su corazón saltó de alegría. Navegó bajo el sol, pescó con las manos y durmió bajo un cielo estrellado. Pero pronto, la soledad lo envolvió como una niebla salada. "No hay nadie con quien hablar," pensó, mirando las olas que ignoraban sus risas.

Mientras tanto, en Oromar, una sombra creció sobre el reino. Las aguas se volvieron grises, los peces desaparecieron de las redes, y los viñedos se marchitaron bajo un sol que quemaba demasiado. El rey y la reina, con rostros pálidos, buscaron a su hijo, pero solo hallaron su caña abandonada. Fue entonces cuando una princesa llegó al puerto. Se llamaba Selene, del reino de Nubesol, un lugar de montañas flotantes y vientos dorados. Era una joven de dieciocho años, con cabellos negros como el carbón y ojos grises como la tormenta. Era sabia y justa, y había oído del príncipe perdido. Con su báculo y su halcón blanco, partió al mar, guiada por un presentimiento.

Selene encontró la isla de Adrián tras días de navegación, siguiendo el vuelo de su halcón. Lo vio sentado en la playa, con un mapa a medio leer.

—¿Eres el príncipe Adrián? —preguntó, acercándose con el viento en su capa.

Él la miró, sorprendido.

—No soy príncipe ya —respondió—. Solo un marinero que vive libre.

Selene se sentó junto a él, ofreciéndole fruta y agua de su mochila.

—Tu reino se apaga —dijo—. Las aguas mueren y el hambre crece. Creo que tu partida es la causa.

Adrián frunció el ceño, recordando los mapas en su bote.

—Tengo dos mapas más —dijo—. Quizá pueda arreglarlo.

Llamó a Maris, que emergió de las olas como un espectro verde.

—Quiero que Oromar viva de nuevo —dijo, usando el mapa de plata.

Un resplandor plateado brotó y las aguas volvieron a brillar en la distancia, pero un precio surgió: el mar se alzó en olas gigantes, y un torbellino negro apareció frente a la isla, rugiendo como un monstruo hambriento. "Cada mapa tiene un costo", pensó Adrián, asustado. Selene golpeó el torbellino con su báculo, pero las olas crecieron más.

—Usa el último mapa con cuidado —dijo Selene—. No para ti, sino para todos.

Adrián dudó, pensando en su impaciencia. "Siempre quise actuar sin pensar", pensó con ironía, "pero este reino merece más". Entonces, tomó el mapa de bronce y habló.

—Que mi sabiduría salve Oromar —dijo.

Un resplandor dorado salió de su pecho, y Maris sonrió.

—Ese es el deseo que rompe mi prueba —dijo—. El torbellino era mi reto, para ver si pensarías antes de actuar.

La luz se extendió, calmando las olas, llenando las redes de peces y reverdeciendo los viñedos. El torbellino se deshizo, y el mar cantó con gaviotas. Adrián y Selene navegaron de vuelta a Oromar, donde el pueblo los recibió con cantos y flores. El rey y la reina abrazaron a su hijo y los viñedos florecieron con uvas más dulces que nunca. Adrián, con su cabello rubio al viento, habló ante todos.




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