Cuentos Mágicos para Primeros Lectores Princesas y Príncipes

Capítulo 7: Sigrid y El Coraje

En las tierras altas del norte, donde las montañas se alzaban como titanes de hielo y el viento ululaba entre picos nevados, se extendía el reino de Nieveplata. Sus valles estaban cubiertos de bosques de pinos oscuros, cuyas agujas brillaban con escarcha como si fueran esmeraldas heladas, y sus lagos reflejaban un cielo gris que parecía tejido con hilos de plata pura. Las aldeas se apiñaban en las laderas, con casas de madera y piedra gris, y el humo de las chimeneas subía en volutas blancas, danzando como fantasmas en el aire frío.

Los caminos estaban bordeados de hielo eterno y en las noches más claras, las auroras boreales pintaban el firmamento con verdes y violetas que parecían susurros de dioses antiguos. El castillo, encaramado en la cima más alta, era una fortaleza de granito gris, con torres que perforaban las nubes y ventanales que capturaban la luz pálida del sol como prismas tallados. Era un reino de resistencia y belleza sobria, gobernado por un rey de barba blanca, cuya voz resonaba como el eco de las avalanchas, y una reina de manos firmes, que tallaba figuras de hielo con una delicadeza que rivalizaba con el cristal más fino.

En este reino vivía la princesa Sigrid, una joven de quince años cuya hermosura era como un amanecer que rompe la nieve. Sus cabellos eran dorados como el sol pálido del invierno, cayendo en trenzas gruesas que rozaban sus hombros, y sus ojos grises tenían un brillo feroz que escondía un temor profundo. Era elegante en su andar, con pasos ligeros como los de un cervatillo, sabia en sus pensamientos cuando leía los libros de la biblioteca real, y bondadosa con los niños de las aldeas, a quienes regalaba panes calientes en los días más fríos.

Sin embargo, Sigrid cargaba un defecto que sus padres, con susurros ansiosos tras las puertas de roble, temían: era temerosa, casi cobarde ante cualquier sombra de peligro. Aunque su corazón era grande y su espíritu generoso, temblaba al escuchar los cuentos de dragones y gigantes, y evitaba con excusas los entrenamientos con arco o espada. "No soy intrépida como las princesas de las leyendas," decía, escondida en su alcoba con un bordado entre las manos, "no quiero ser princesa si significa enfrentar tormentas o bestias". Soñaba con ser una tejedora, libre de la corona, cosiendo mantos en la paz de un hogar sencillo donde el mundo no le pidiera nada.

Una tarde de invierno, cuando la nieve caía como plumas blancas y el viento cantaba una melodía helada que atravesaba los muros del castillo, Sigrid salió al patio envuelta en una capa de pieles grises. Llevaba un ovillo de lana azul y una aguja de hueso, buscando un rincón tranquilo bajo los aleros para tejer en soledad. El frío mordía sus mejillas, pero ella avanzó, decidida a escapar del bullicio de la corte, donde los caballeros hablaban de cacerías y los consejeros planeaban defensas contra los lobos que merodeaban las fronteras.

Mientras cruzaba un puente de piedra cubierto de hielo, un rugido profundo resonó desde el bosque cercano, sacudiendo las ramas de los pinos. Sigrid se detuvo, con el corazón latiendo como un tambor en su pecho y miró hacia las sombras. Allí, bajo un roble antiguo cuyas raíces sobresalían como garras, encontró un oso blanco, con el pelaje manchado de sangre y una garra atrapada en una trampa de hierro oxidado. Sus ojos, azules como el hielo profundo de los lagos, la miraron con una súplica silenciosa que atravesó su miedo.

Sigrid retrocedió, temblando bajo su capa. "No puedo ayudarlo", pensó, apretando el ovillo contra su pecho, "es demasiado grande, demasiado peligroso". Pero el oso gruñó suavemente, un sonido más de dolor que de amenaza, y algo en su interior se agitó. Recordó las historias que su madre le contaba, de héroes que enfrentaban lo desconocido por bondad, y respiró hondo. Con manos inseguras, dejó caer su lana y tomó una vara larga del suelo. Se acercó paso a paso, con el aliento formando nubes blancas en el aire, y usó la vara para abrir la trampa, liberando la garra del oso con un chasquido metálico. El animal se levantó, imponente como una montaña viva, y Sigrid retrocedió de nuevo, lista para correr.

Pero el oso no la atacó. En lugar de eso, inclinó la cabeza y habló con una voz resonante, como el crujir de la nieve bajo las botas de un viajero.

—Gracias, hija de Nieveplata —dijo—. Soy Biorn, guardián de estas montañas. Por tu ayuda, te daré un don: tres campanas mágicas que llamarán lo que desees antes de que la primavera despierte. Pero ten cuidado, pues cada llamada trae un precio que no puedes prever.

Sigrid, con los ojos muy abiertos, tomó las campanas que Biorn le ofreció: una de oro bruñido que brillaba como el sol débil, otra de plata pulida que reflejaba la nieve y una de bronce gastado que parecía antigua como las rocas. Sus manos temblaron al sostenerlas, pero su voz fue firme.

—No quiero ser princesa ni enfrentar cosas desconocidas —dijo—. Dame una vida tranquila, sin riesgos ni sombras que me persigan.

Biorn asintió y con un rugido grave que hizo temblar el suelo, la nieve giró a su alrededor en un torbellino cegador. Cuando el viento se calmó, Sigrid se encontró en una cabaña cálida al pie de las montañas, lejos del castillo y del bosque. Las paredes eran de madera oscura, el tejado estaba cubierto de musgo helado, y un fuego crepitaba en una chimenea de piedra.

Frente a ella había un telar sencillo, un cesto de lana y una ventana que daba a un valle silencioso donde la nieve caía sin fin. Al principio, su corazón se llenó de paz. Tejió mantos de lana suave, bordando en ellos copos de nieve y ramas de pino, escuchó el crujir del fuego que llenaba el aire de calor, y durmió bajo un techo que la protegía del ulular del viento. Los días pasaron como un sueño lento, y Sigrid sonrió al ver sus manos crear belleza sin que nadie le pidiera nada.

Pero pronto, la quietud se volvió pesada como una losa de hielo. Nadie llegaba a su puerta, nadie veía sus mantos ni escuchaba las canciones que tarareaba mientras tejía. El silencio, que al principio había sido un refugio, ahora era una prisión. "Nadie necesita mis hilos", pensó, mirando las telas que se amontonaban en un rincón, cubiertas de polvo blanco. Una noche, mientras el fuego se apagaba y la soledad apretaba su pecho, oyó un aullido lejano que le heló la sangre. "Esto no es vida", pensó con tristeza, "es solo esconderme".




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