En las tierras del lejano noreste, donde los hielos eternos se alzaban como murallas y el cielo brillaba con un resplandor plateado, se extendía el reino de Glacialuna. Sus llanuras estaban cubiertas de nieve que crujía bajo los pasos, y sus bosques de abetos estaban envueltos en niebla, con ramas que goteaban cristales de hielo como lágrimas de diamante. Los ríos, helados la mayor parte del año, reflejaban la luna como espejos rotos, y las aldeas se alzaban con casas de madera pintada de blanco, con tejados inclinados que soportaban el peso de la nieve perpetua.
El castillo, construido en una meseta de hielo, era una maravilla de torres translúcidas y paredes que parecían talladas por el aliento del invierno, con ventanales que atrapaban la luz pálida en prismas de colores fríos. Era un reino de silencio y esplendor gélido, gobernado por un rey de rostro severo, cuya armadura relucía como el hielo pulido, y una reina de voz dulce, que cantaba nanas que calmaban incluso a las tormentas más feroces.
En este reino vivía la princesa Eira, una joven de diecinueve años cuya belleza era como una estrella fugaz en la noche polar. Sus cabellos eran blancos como la nieve recién caída, cayendo en ondas suaves hasta su cintura, y sus ojos, azules como el corazón de un glaciar, tenían un brillo penetrante. Era elegante en su porte, con movimientos gráciles como los de un cisne sobre el hielo, sabia en sus palabras cuando resolvía disputas entre los aldeanos, y valiente cuando patinaba sobre los lagos helados.
Sin embargo, Eira cargaba un defecto que sus padres, con susurros inquietos tras las puertas de hielo, temían: era demasiado indulgente, casi negligente con la justicia. Prefería perdonar a todos, incluso a los culpables, y evitaba castigar o tomar decisiones firmes, diciendo: "Que cada uno siga su camino, ¿por qué debo juzgar?" "No quiero ser princesa”, murmuraba, sentada junto a una ventana helada con un libro de fábulas, "la justicia es una carga que aplasta el alma”. Soñaba con ser una trovadora, libre de la corona, narrando historias bajo las auroras sin imponer reglas ni sentencias.
Una noche de invierno, cuando las auroras boreales danzaban en el cielo como velos de luz verde y púrpura, Eira salió al bosque con un farol en la mano. Llevaba un cuaderno lleno de cuentos y una pluma de ganso, buscando un rincón tranquilo bajo los abetos para escribir en paz. El frío mordía sus dedos, pero ella avanzó, envuelta en una capa de pieles blancas, decidida a escapar de las responsabilidades que los consejeros le imponían en el castillo: escuchar quejas, resolver disputas y firmar decretos que no deseaba.
Mientras cruzaba un claro donde la nieve brillaba como polvo de estrellas, un chillido agudo la detuvo. Entre las ramas heladas, encontró un halcón blanco, con las alas atrapadas en una red de hielo que parecía tejida por el viento mismo. Sus ojos, dorados como el sol débil, la miraron con una súplica silenciosa. Eira frunció el ceño y dio un paso atrás. "No es mi deber salvarlo”, pensó, ajustando el farol en su mano. Pero el halcón chilló de nuevo, y su indulgencia cedió un poco. Con un suspiro, dejó caer su cuaderno y usó la pluma para cortar los hilos helados, liberando al ave.
El halcón desplegó las alas, sacudiéndose el hielo, y habló con una voz clara como el tañido de una campana en la nieve.
—Gracias, hija de Glacialuna —dijo—. Soy Viento, guardián de estos cielos. Por tu ayuda, te daré un don: tres plumas mágicas que escribirán lo que desees. Pero ten cuidado, pues cada palabra trae un precio que no puedes prever.
Eira, sorprendida, tomó las plumas que Viento le ofreció: una de oro que brillaba como las auroras, otra de plata que relucía como la nieve al alba, y una de ébano que parecía absorber la luz. Las guardó en su bolsa con una sonrisa suave.
—No quiero ser princesa ni cargar con la justicia —dijo—. Escribe una vida libre, sin reglas ni juicios que me aten.
Viento batió las alas, y con un chillido agudo, desapareció en el cielo. Al instante, la pluma de oro vibró en la bolsa de Eira y trazó una línea en el aire. La nieve giró a su alrededor en un torbellino cegador, y cuando se calmó, Eira se encontró en una cabaña acogedora al borde del bosque. Las paredes eran de madera blanqueada, el tejado estaba cubierto de hielo brillante, y un fuego ardía en una chimenea de piedra azul. Frente a ella había una mesa con pergaminos, un tintero y una ventana que daba a un paisaje de nieve infinita. Al principio, su corazón se llenó de alivio. Escribió cuentos bajo la luz del farol, narrando historias de pájaros libres y ríos que cantaban, y durmió bajo un techo que la protegía del frío cortante. Los días pasaron como un sueño helado, y Eira sonrió al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.
Pero pronto, la libertad se volvió hueca como un lago congelado sin fondo. Nadie escuchaba sus cuentos, nadie compartía sus noches, y el fuego crepitaba solo para ella. "Esto es paz”, pensó, mirando los pergaminos que se amontonaban sin lectores, "pero no hay nadie con quien hablar”. Una noche, mientras las auroras brillaban tenuemente, oyó un crujido lejano que le heló la sangre. "Algo está mal”, pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de culpa por haber dejado Glacialuna atrás.
Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como un veneno lento. Los hielos crecieron, enterrando aldeas bajo avalanchas silenciosas, y los bosques se marchitaron, con abetos que caían como soldados derrotados. Los ríos se congelaron en bloques negros, y un caos reinó entre los aldeanos, pues nadie resolvía las disputas ni castigaba a los que robaban el pan de los hambrientos.
El rey y la reina, con rostros pálidos como el hielo, buscaron a su hija por los salones vacíos y las torres heladas, pero solo hallaron su farol apagado en el claro, cubierto de nieve. Los consejeros murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, desatando el desorden y la ruina, y los aldeanos suplicaban al rey que enviara mensajeros en busca de la princesa perdida.
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Editado: 15.03.2025