Cuentos Mágicos para Primeros Lectores Princesas y Príncipes

Capítulo 10: Rune y la Humildad

En las tierras del suroeste, donde los ríos corrían como venas de plata y las colinas se alzaban como guardianes cubiertos de hierba, se extendía el reino de Ríoazul. Sus valles estaban salpicados de flores silvestres que danzaban al viento, con pétalos rojos, amarillos y azules que parecían pinceladas de un artista celestial, y sus bosques de sauces llorones susurraban con hojas que caían como lágrimas verdes. Los arroyos cantaban sobre piedras lisas, y las aldeas se alzaban con casas de adobe y tejados de tejas azules, rodeadas de puentes de madera que cruzaban las aguas cristalinas.

El castillo, asentado junto a un río ancho, era una estructura de piedra gris y torres esbeltas que reflejaban la luz como espejos, con jardines llenos de lirios y fuentes que burbujeaban día y noche. Era un reino de armonía y frescura, gobernado por un rey de rostro curtido, cuya risa resonaba como el eco de las cascadas, y una reina de manos suaves, que bordaba tapices con hilos de agua y cielo.

En este reino vivía el príncipe Rune, un joven de veinte años cuya presencia era como un amanecer sobre las aguas. Su cabello era negro como el ala de un cuervo, cayendo en mechones rebeldes sobre sus hombros, y sus ojos, grises como la niebla que abraza los ríos al alba, tenían un brillo melancólico. Era apuesto, con una sonrisa tímida que encantaba a los aldeanos, y su voz era profunda y calma, capaz de apaciguar disputas con una sola palabra.

Era valiente cuando nadaba contra las corrientes más fuertes y bondadoso con los niños que jugaban en las orillas, pero cargaba un defecto que sus padres, con susurros preocupados tras las cortinas de seda, notaban: era demasiado humilde, casi despreciativo de su propio linaje. No veía valor en su sangre real y rechazaba la idea de ser superior a otros, diciendo: "No soy mejor que el pescador o la lavandera”. "No quiero ser príncipe”, murmuraba, sentado en la ribera con un junco en la mano, "la aristocracia es una mentira que separa a los hombres”. Soñaba con ser un barquero, libre de la corona, navegando los ríos sin títulos ni reverencias.

Una tarde de primavera, cuando el sol pintaba los ríos con tonos de oro y las libélulas zumbaban sobre las aguas, Rune salió al bosque con una caña de pescar al hombro. Buscaba un remanso tranquilo donde lanzar su anzuelo, lejos de las lecciones de los consejeros que lo llamaban al castillo para aprender estrategias de gobierno y recibir las alabanzas de la corte.

Mientras caminaba entre los sauces, cuyos troncos se inclinaban como ancianos cansados, un chapoteo débil lo detuvo. En la orilla de un arroyo, encontró una nutria marrón, con el pelaje empapado y una pata atrapada en una raíz retorcida que sobresalía del agua. Sus ojos, oscuros como las piedras del río, lo miraron con una súplica silenciosa. Rune frunció el ceño y dio un paso atrás. "No soy nadie para salvarla”, pensó, ajustando la caña en su mano. Pero la nutria gimió, y su humildad cedió un poco. Con un suspiro, dejó caer su caña y usó las manos para liberar la pata, arrancando la raíz con un crujido húmedo.

La nutria nadó libre, sacudiéndose el agua, y habló con una voz juguetona como el murmullo de un arroyo.

—Gracias, hijo de Ríoazul —dijo—. Soy Rila, guardiana de estas aguas. Por tu ayuda, te daré un don: tres remos mágicos que te llevarán a donde desees. Pero ten cuidado, pues cada viaje trae un precio que no puedes prever.

Rune, sorprendido, tomó los remos que Rila le ofreció: uno de oro que brillaba como el sol en el agua, otro de plata que relucía como la luna reflejada, y uno de madera oscura que parecía tallado del corazón de un sauce. Los guardó en su bolsa con una sonrisa tímida.

—No quiero ser príncipe ni cargar con la nobleza —dijo—. Llévame a una vida simple, sin títulos ni distinciones.

Rila dio un salto ágil y desapareció bajo el agua. Al instante, el remo de oro vibró en la bolsa de Rune y emitió un destello suave. El aire giró a su alrededor en un torbellino de pétalos y espuma, y cuando se calmó, Rune se encontró en una cabaña humilde a orillas de un río tranquilo. Las paredes eran de madera desgastada, el tejado estaba cubierto de musgo verde, y un bote pequeño flotaba junto a un muelle sencillo.

Dentro había una red de pesca, un cesto de juncos y una ventana que daba a un paisaje de aguas serenas. Al principio, su corazón se llenó de calma. Remó bajo el sol, pescó truchas plateadas y durmió en el bote mientras las estrellas titilaban sobre el río. Los días pasaron como un sueño apacible, y Rune sonrió al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.

Pero pronto, la simplicidad se volvió vacía como un río sin corriente. Nadie compartía sus pescados, nadie lo saludaba desde las orillas, y el bote flotaba solo en un mundo que no lo necesitaba. "Esto es libertad”, pensó, mirando las redes que colgaban sin propósito, "pero no hay nadie con quien estar”. Una noche, mientras las luciérnagas danzaban sobre el agua, oyó un rumor lejano que le erizó la piel. "Algo está mal”, pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de culpa por haber dejado Ríoazul atrás.

Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como una niebla densa. Los ríos se enturbiaron, volviéndose grises y lentos, y las flores silvestres se marchitaron, dejando las colinas desnudas y tristes. Los puentes de madera crujieron y cedieron bajo el peso de carros vacíos, y las aldeas se llenaron de suspiros, pues las redes volvían sin peces y los niños lloraban por el pan que escaseaba.

El rey y la reina, con rostros pálidos como la luna, buscaron a su hijo por los salones vacíos y los jardines marchitos, pero solo hallaron su caña abandonada en la orilla, cubierta de musgo seco. Los aldeanos murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, robando la vida de las aguas, y los consejeros suplicaban al rey que enviara barcas en busca del príncipe perdido.

Fue entonces cuando una princesa llegó a Ríoazul, atravesando las colinas muertas con paso firme. Se llamaba Liora, del reino de Lunamar, un lugar de mares tranquilos y noches estrelladas. Era una joven de diecisiete años, con cabellos plateados que brillaban como la luna y ojos azules como zafiros pulidos. Su figura era esbelta, su corazón valiente, y su sabiduría era conocida en su tierra. Había oído de la desaparición del príncipe de Ríoazul y de la tristeza que consumía su reino. Con su báculo y su yegua gris, partió al bosque, guiada por un instinto que fluía en su interior como un río sereno.




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