En las tierras del lejano sureste, donde las arenas doradas se alzaban en dunas infinitas y el cielo ardía con un azul eterno, se extendía el reino de Solardiente. Sus desiertos estaban salpicados de oasis escondidos, con palmeras que alzaban sus copas como guardianes verdes y pozos que susurraban con aguas frescas bajo la sombra. Los vientos calientes arrastraban aromas de especias y flores del desierto, y las aldeas se alzaban con casas de adobe blanco, con tejados planos donde las familias dormían bajo las estrellas.
El castillo, erguido en el corazón de un oasis vasto, era una maravilla de piedra arenisca y cúpulas doradas que reflejaban el sol como espejos ardientes, con jardines llenos de cactus florecidos y fuentes que cantaban en el calor sofocante. Era un reino de resistencia y esplendor abrasador, gobernado por un rey de rostro bronceado, cuya voz resonaba como el rugido de una tormenta de arena, y una reina de mirada astuta, que tejía alfombras con hilos de fuego y polvo.
En este reino vivía la princesa Freya, una joven de diecisiete años cuya belleza era como un amanecer en el desierto. Sus cabellos eran rojos como las llamas que danzan en la noche, cayendo en ondas sueltas hasta sus hombros, y sus ojos, ámbar como la miel del desierto, tenían un brillo inquieto. Era elegante en su porte, con pasos ligeros como los de un antílope sobre la arena, valiente cuando cabalgaba en las dunas con los jinetes del reino, y bondadosa con los niños que jugaban bajo las palmeras.
Sin embargo, Freya cargaba un defecto que sus padres, con susurros ansiosos tras las cortinas de seda, temían: era demasiado impulsiva, casi despreciativa de la reflexión. Prefería actuar sin pensar y confiaba solo en su instinto, diciendo: "La nobleza es para los lentos y los viejos”. "No quiero ser princesa”, murmuraba, sentada en la arena con un puñado de dátiles, "los libros y las lecciones son cadenas para el espíritu”. Soñaba con ser una exploradora, libre de la corona, recorriendo el desierto sin mapas ni consejos que la detuvieran.
Una mañana de verano, cuando el sol abrasaba las dunas y el aire temblaba con oleadas de calor, Freya salió al desierto con un caballo bayo al galope. Llevaba una bolsa con agua y una daga curva, buscando un horizonte nuevo donde perderse, lejos de las aulas del castillo donde los consejeros le enseñaban historia y los escribas le pedían que leyera pergaminos polvorientos.
Mientras cabalgaba entre las dunas, cuyos picos cambiaban con cada ráfaga de viento, un silbido débil la detuvo. En un hueco entre las arenas, encontró un escorpión dorado, con el caparazón atrapado bajo una piedra que había rodado desde una colina cercana. Sus ojos, negros como perlas oscuras, la miraron con una súplica silenciosa. Freya frunció el ceño y dio un paso atrás. "No tengo tiempo para esto”, pensó, ajustando las riendas en su mano. Pero el escorpión agitó su cola, y su impulsividad cedió un poco. Con un resoplido, dejó caer su bolsa y usó la daga para mover la piedra, liberando al animal.
El escorpión se arrastró libre, sacudiéndose la arena, y habló con una voz seca como el crujir de las dunas al viento.
—Gracias, hija de Solardiente —dijo—. Soy Zahir, guardián de estas arenas. Por tu ayuda, te daré un don: tres lámparas mágicas que iluminarán lo que desees. Pero ten cuidado, pues cada luz trae un precio que no puedes prever.
Freya, sorprendida, tomó las lámparas que Zahir le ofreció: una de oro que brillaba como el sol del mediodía, otra de plata que relucía como las estrellas del desierto, y una de bronce que parecía forjada del polvo mismo. Las guardó en su bolsa con una sonrisa atrevida.
—No quiero ser princesa ni cargar con la inteligencia —dijo—. Enciende una luz que me dé una vida libre, sin lecciones ni reflexión.
Zahir alzó su cola, y con un chasquido, desapareció bajo la arena. Al instante, la lámpara de oro vibró en la bolsa de Freya y emitió un resplandor suave. El aire giró a su alrededor en un torbellino de arena y luz, y cuando se calmó, Freya se encontró en una tienda amplia al borde de un oasis secreto. Las paredes eran de tela roja, el suelo estaba cubierto de alfombras tejidas, y un camello descansaba junto a una fogata.
Dentro había un arco, un cesto de dátiles y una ventana de tela que daba a un paisaje de dunas infinitas. Al principio, su corazón saltó de alegría. Cabalgó bajo el sol, cazó liebres con su arco y durmió bajo un techo que la protegía del viento abrasador. Los días pasaron como un sueño salvaje, y Freya rió al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.
Pero pronto, la libertad se volvió hueca como un pozo seco en el desierto. Nadie compartía sus aventuras, nadie probaba sus dátiles, y el camello la miraba con ojos indiferentes. "Esto es vida”, pensó, mirando las flechas que acumulaba sin propósito, "pero no hay rumbo ni sentido”. Una noche, mientras las estrellas brillaban como brasas en el cielo, oyó un rugido lejano que le erizó la piel. "Algo está mal”, pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de duda por haber dejado Solardiente atrás.
Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como un fuego lento. Las dunas crecieron, sepultando oasis bajo avalanchas de arena, y los pozos se secaron, dejando a las aldeas sin agua ni vida. Los vientos calientes se volvieron tormentas furiosas, y las casas de adobe se agrietaron bajo el peso del polvo.
El rey y la reina, con rostros pálidos como la luna, buscaron a su hija por los salones vacíos y los jardines marchitos, pero solo hallaron su caballo, perdido en las dunas con las riendas rotas. Los aldeanos murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, robando la frescura del desierto, y los consejeros suplicaban al rey que enviara jinetes en busca de la princesa perdida.
Fue entonces cuando un príncipe llegó a Solardiente, desafiando las tormentas de arena que azotaban las dunas. Se llamaba Ivo, del reino de Floracima, un lugar de colinas rocosas y vientos dorados. Era un joven de quince años, con cabellos dorados como el trigo y ojos verdes como las hojas nuevas. Su figura era delgada, su corazón bondadoso, y su paciencia era conocida en su tierra. Había oído de la desaparición de la princesa de Solardiente y del caos que consumía su reino. Con su arco y su camello gris, partió al desierto, guiado por un instinto que brillaba en su interior como una estrella en la tormenta.
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Editado: 15.03.2025