En las tierras del noroeste, donde los mares rugían con olas de espuma blanca y los acantilados se alzaban como murallas de piedra negra, se extendía el reino de Maroscuro. Sus costas estaban salpicadas de playas de guijarros grises, donde las gaviotas gritaban al viento, y sus colinas estaban cubiertas de brezales morados que temblaban bajo las tormentas. Los ríos desembocaban en el océano con cascadas que rugían como dragones, y las aldeas se alzaban con casas de madera oscurecida por la sal, con tejados de pizarra que resistían los vientos feroces.
El castillo, encaramado en un promontorio sobre el mar, era una fortaleza de roca negra y torres puntiagudas que parecían desafiar las olas, con ventanales que capturaban la luz gris del cielo tormentoso. Era un reino de fuerza y melancolía marina, gobernado por un rey de rostro curtido, cuya voz resonaba como el choque de las olas contra las rocas, y una reina de manos callosas, que tejía redes con cuerdas tan fuertes como el acero.
En este reino vivía el príncipe Caspian, un joven de diecinueve años cuya presencia era como una tormenta contenida. Su cabello era castaño oscuro como la madera mojada, cayendo en mechones desordenados sobre su frente, y sus ojos, grises como el mar en invierno, tenían un brillo inquieto. Era apuesto, con una sonrisa rara pero cálida que calmaba a los aldeanos, y su voz era grave y firme, capaz de contar historias que silenciaban incluso el viento.
Era bondadoso con los pescadores que luchaban contra las olas y sabio cuando leía los mapas estelares, pero cargaba un defecto que sus padres, con susurros ansiosos tras las puertas de roble, temían: era demasiado temeroso, inseguro, casi paralizado por el miedo al fracaso. Prefería evitar los riesgos y quedarse en la seguridad de lo conocido, diciendo: "No soy valiente como mi padre”. "No quiero ser príncipe”, murmuraba, sentado en la orilla con una red en las manos, "la valentía es para los que no tiemblan, y yo siempre lo hago”. Soñaba con ser un farero, libre de la corona, guiando barcos desde la seguridad de una torre sin enfrentar el mar abierto.
Una tarde de otoño, cuando las olas golpeaban los acantilados y el cielo se teñía de gris plomizo, Caspian salió a la playa con una linterna en la mano. Llevaba una capa raída y un cuaderno de notas, buscando un rincón tranquilo entre las rocas donde anotar las mareas, lejos de las lecciones de los consejeros que lo llamaban al castillo para aprender a liderar flotas y enfrentar tormentas.
Mientras caminaba entre los guijarros, cuyos bordes brillaban con la humedad, un graznido débil lo detuvo. En una grieta entre las rocas, encontró un pelícano negro, con las alas atrapadas en una red de pesca abandonada por las olas. Sus ojos, verdes como el musgo marino, lo miraron con una súplica silenciosa. Caspian retrocedió, temblando bajo su capa. "No puedo salvarlo”, pensó, apretando la linterna contra su pecho. Pero el pelícano graznó de nuevo, y su miedo cedió un poco. Con manos inseguras, dejó caer su cuaderno y usó los dedos para desenredar la red, liberando al ave con un tirón torpe.
El pelícano desplegó las alas, sacudiéndose el agua, y habló con una voz ronca como el rugido de las olas en la distancia.
—Gracias, hijo de Maroscuro —dijo—. Soy Ola, guardián de estos mares. Por tu ayuda, te daré un don: tres linternas mágicas que brillarán donde desees. Pero ten cuidado, pues cada luz trae un precio que no puedes prever.
Caspian, sorprendido, tomó las linternas que Ola le ofreció: una de oro que brillaba como el sol en la tormenta, otra de plata que relucía como la luna sobre las olas, y una de bronce que parecía forjada de la roca misma. Las guardó en su bolsa con una mueca tímida.
—No quiero ser príncipe ni cargar con la valentía —dijo—. Enciende una luz que me dé una vida segura, sin riesgos ni tormentas.
Ola batió las alas, y con un graznido agudo, desapareció en el cielo gris. Al instante, la linterna de oro vibró en la bolsa de Caspian y emitió un resplandor suave. El aire giró a su alrededor en un torbellino de espuma y sal, y cuando se calmó, Caspian se encontró en una torre solitaria en lo alto de un acantilado.
Las paredes eran de piedra negra, el tejado estaba cubierto de musgo salado, y una lámpara grande colgaba en el centro, iluminando el mar. Dentro había un catalejo, un cesto de pan seco y una ventana que daba a un océano infinito. Al principio, su corazón se llenó de alivio. Encendió la lámpara cada noche, guió barcos desde la distancia y durmió en una cama dura mientras las olas cantaban abajo. Los días pasaron como un sueño tranquilo, y Caspian sonrió al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.
Pero pronto, la calma se volvió hueca como una concha vacía en la playa. Nadie lo visitaba, nadie compartía su pan, y la lámpara brillaba solo para él. "Esto es paz”, pensó, mirando los barcos que pasaban sin verlo, "pero no hay nada por lo que luchar”. Una noche, mientras las tormentas rugían en el horizonte, oyó un grito lejano que le heló la sangre. "Algo está mal”, pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de culpa por haber dejado Maroscuro atrás.
Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como una marea negra. Las olas crecieron, tragándose aldeas enteras bajo su furia, y los brezales se marchitaron, dejando las colinas desnudas y silenciosas. Los barcos naufragaban en la oscuridad, y las redes volvían vacías, mientras los niños lloraban por el pescado que ya no llegaba.
El rey y la reina, con rostros pálidos como la espuma, buscaron a su hijo por los salones vacíos y las torres azotadas por el viento, pero solo hallaron su linterna apagada en la playa, cubierta de sal. Los aldeanos murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, desatando la furia del mar, y los consejeros suplicaban al rey que enviara barcas en busca del príncipe perdido.
Fue entonces cuando una princesa llegó a Maroscuro, desafiando las olas que golpeaban los acantilados. Se llamaba Mara, del reino de Vientorojo, un lugar de cañones profundos y vientos cálidos. Era una joven de dieciocho años, con cabellos rojos como el fuego y ojos verdes como el musgo fresco. Su figura era fuerte, su corazón valiente, y su determinación era conocida en su tierra. Había oído de la desaparición del príncipe de Maroscuro y del caos que consumía su reino. Con su espada y su barca de madera, partió al mar, guiada por un instinto que ardía en su interior como una llama en la tormenta.
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Editado: 15.03.2025