En las tierras del centro norte, donde las montañas se alzaban como titanes de roca y fuego y los valles temblaban con el eco de volcanes dormidos, se extendía el reino de Fuegocima. Sus laderas estaban cubiertas de cenizas grises que brillaban al sol como polvo de plata, y sus ríos fluían con aguas calientes que humeaban al alba. Los bosques de pinos resistían el calor con agujas oscuras, y las aldeas se alzaban con casas de piedra volcánica, con tejados de arcilla roja que parecían arder bajo el cielo.
El castillo, encaramado en la cima de un volcán apagado, era una fortaleza de obsidiana negra y torres que cortaban las nubes, con ventanales que reflejaban la luz como espejos ardientes. Era un reino de fuerza y calor latente, gobernado por un rey de rostro severo, cuya armadura resonaba como el metal al enfriarse, y una reina de manos hábiles, que forjaba joyas con el brillo del fuego y la roca.
En este reino vivía el príncipe Torin, un joven de diecisiete años cuya presencia era como una llama contenida. Su cabello era rojo como las brasas que arden en la noche, cayendo en mechones rebeldes sobre sus hombros, y sus ojos, oscuros como la ceniza fresca, tenían un brillo feroz. Era apuesto, con una sonrisa rara pero cálida que calmaba a los aldeanos, y su voz era profunda y firme, capaz de apaciguar disputas con una sola palabra.
Era valiente cuando escalaba las laderas ardientes y bondadoso con los niños que jugaban entre las rocas, pero cargaba un defecto que sus padres, con susurros inquietos tras las puertas de piedra, temían: era demasiado indulgente, casi negligente con la justicia. Prefería perdonar sin medir las consecuencias y evitaba imponer orden, diciendo: “Que cada uno haga lo que quiera, ¿quién soy yo para castigar?” “No quiero ser príncipe”, murmuraba, sentado en una roca con un martillo en la mano, “la justicia es un yugo que aplasta el espíritu”. Soñaba con ser un herrero, libre de la corona, forjando herramientas en la soledad de su fragua sin juzgar a nadie.
Una tarde de verano, cuando el sol quemaba las montañas y el aire temblaba con olas de calor, Torin salió al valle con un yunque portátil al hombro. Llevaba un martillo y una barra de hierro, buscando un rincón tranquilo junto a un río caliente donde forjar en paz, lejos de las audiencias del castillo donde los consejeros le pedían que resolviera disputas y los guardias le enseñaban leyes. Mientras caminaba entre las rocas, cuyos bordes brillaban con vetas de lava fría, un rugido débil lo detuvo. En una grieta entre las piedras, encontró un lagarto de fuego, con escamas rojas atrapadas bajo una roca que había caído de una ladera cercana. Sus ojos, ámbar como el magma, lo miraron con una súplica silenciosa. Torin frunció el ceño y dio un paso atrás. “No es mi deber ayudarlo”, pensó, ajustando el yunque en su hombro. Pero el lagarto siseó de nuevo, y su indulgencia cedió un poco. Con un resoplido, dejó caer su martillo y usó las manos para mover la roca, liberando al animal con un crujido seco.
El lagarto se arrastró libre, sacudiéndose las cenizas, y habló con una voz crepitante como el chisporroteo de una fogata.
—Gracias, hijo de Fuegocima —dijo—. Soy Igneo, guardián de estas llamas. Por tu ayuda, te daré un don: tres martillos mágicos que forjarán lo que desees. Pero ten cuidado, pues cada golpe trae un precio que no puedes prever.
Torin, sorprendido, tomó los martillos que Igneo le ofreció: uno de oro que brillaba como el sol en las cenizas, otro de plata que relucía como el vapor al alba, y uno de bronce que parecía fundido de la roca misma. Los guardó en su bolsa con una mueca despreocupada.
—No quiero ser príncipe ni cargar con la justicia —dijo—. Forja una vida libre, sin leyes ni juicios que me aten.
Igneo alzó su cola, y con un siseo ardiente, desapareció entre las rocas. Al instante, el martillo de oro vibró en la bolsa de Torin y emitió un destello cálido. El aire giró a su alrededor en un torbellino de cenizas y humo, y cuando se calmó, Torin se encontró en una fragua solitaria al borde de un río de lava.
Las paredes eran de piedra negra, el tejado estaba cubierto de arcilla endurecida, y un yunque brillaba bajo una lámpara de fuego. Dentro había herramientas, un cesto de carbón y una ventana que daba a un paisaje de montañas humeantes. Al principio, su corazón se llenó de alivio. Forjó bajo el calor del río, moldeó espadas y herraduras con golpes rápidos, y durmió en una cama de piedra mientras las llamas cantaban afuera. Los días pasaron como un sueño ardiente, y Torin sonrió al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.
Pero pronto, la libertad se volvió hueca como una fragua sin eco. Nadie usaba sus herramientas, nadie compartía su carbón, y el yunque resonaba solo en un mundo que no lo necesitaba. “Esto es paz”, pensó, mirando las espadas que se amontonaban sin manos que las empuñaran, “pero no hay propósito ni orden”. Una noche, mientras las estrellas brillaban entre el humo, oyó un temblor lejano que le erizó la piel. “Algo está mal”, pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de culpa por haber dejado Fuegocima atrás.
Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como un incendio lento. Las montañas rugieron, derramando lava que sepultaba aldeas bajo su furia, y los ríos calientes se desbordaron, quemando los bosques de pinos. El caos reinó entre los aldeanos, pues nadie detenía a los ladrones ni resolvía las peleas, y las casas de piedra se agrietaron bajo el peso de la anarquía. El rey y la reina, con rostros pálidos como la ceniza, buscaron a su hijo por los salones vacíos y las torres ardientes, pero solo hallaron su yunque portátil, abandonado en el valle y cubierto de polvo gris. Los aldeanos murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, desatando la furia de la tierra, y los consejeros suplicaban al rey que enviara jinetes en busca del príncipe perdido.
Fue entonces cuando una princesa llegó a Fuegocima, desafiando las laderas humeantes con paso firme. Se llamaba Sigrid, del reino de Nieveplata, un lugar de montañas heladas y lagos cristalinos. Era una joven de quince años, con cabellos dorados como el sol pálido y ojos grises como el hielo roto. Su figura era esbelta, su corazón valiente, y su sentido de la justicia era conocido en su tierra. Había oído de la desaparición del príncipe de Fuegocima y del caos que consumía su reino. Con su arco y su caballo gris, partió a las montañas, guiada por un instinto que brillaba en su interior como una estrella en la tormenta.
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Editado: 15.03.2025