En un rincón del mundo donde el viento cantaba entre los árboles y el sol pintaba de dorado las colinas, existían dos reinos vecinos separados por un río de aguas cristalinas que brillaban como un espejo bajo la luz del día.
Al norte se alzaba el Reino de Auroraluz, un lugar de campos infinitos cubiertos de flores amarillas que parecían pequeños soles, y colinas suaves que subían hasta un castillo blanco con torres altas como las nubes. Sus habitantes eran alegres y trabajadores, siempre cantando mientras cosechaban trigo o tejían telas de colores vivos.
Al sur, al otro lado del río, se extendía el Reino de Sombraverde, un lugar mágico de bosques profundos donde los árboles eran tan altos que sus copas tocaban el cielo, y las cascadas caían como hilos de plata entre las rocas. La gente de Sombraverde era sabia y tranquila, y su palacio, hecho de piedra verde musgosa, parecía parte del bosque mismo.
En Auroraluz vivía el príncipe Adrián, un joven de cabello castaño como la corteza de un roble joven y ojos brillantes como el amanecer. Adrián era valiente y curioso, siempre montando su caballo blanco por los campos para ayudar a los aldeanos o escuchar sus historias junto al fuego. Le gustaba trepar a las torres del castillo para ver el mundo desde lo alto, soñando con aventuras más allá de las fronteras de su reino.
En Sombraverde, en cambio, vivía la princesa Aylén, de cabello largo y oscuro como la medianoche, con ojos verdes que parecían reflejar las hojas del bosque. Aylén era bondadosa y astuta, y pasaba sus días explorando los senderos entre los árboles, aprendiendo los nombres de las flores y los secretos que el viento susurraba entre las ramas.
Lo que Adrián y Aylén no sabían, sus padres habían hecho un pacto secreto. Los Reyes de Auroraluz y Sombraverde, deseando unir sus tierras en paz eterna, acordaron que sus hijos se casarían cuando fueran mayores. Guardaron el secreto durante años, esperando el momento justo para revelarlo.
Una mañana de primavera, cuando Adrián y Aylén tenían 21 años, los reyes los llamaron a sus salones reales. En Auroraluz, el rey habló con voz grave pero amable:
—Adrián, hijo mío, en tres meses te casarás con la princesa de Sombraverde. Es un compromiso por el bien de nuestro pueblo.
Adrián, sorprendido, dejó caer la manzana que estaba comiendo.
—¿Casarme? ¿Con alguien que no conozco? No lo acepto.
Al mismo tiempo, en Sombraverde, el rey tomó la mano de Aylén y dijo:
—Hija mía, en tres meses te unirás al príncipe de Auroraluz. Es tu deber como princesa.
Aylén frunció el ceño, cruzando los brazos.
—¿Deber? No quiero pasar mi vida atrapada en un matrimonio que no elegí.
Los reyes convencieron a los príncipes de cumplir con honor su deber, pensando en el bienestar y seguridad de sus reinos.
Esa noche Adrián y Aylén, sin saberlo, tomaron la misma decisión: escaparían por unos días. Querían sentir la libertad, recorrer los reinos y vivir aventuras antes de que el matrimonio los atara para siempre.
Adrián dejó su capa dorada y su espada real en el armario, vistiéndose con una túnica marrón y un sombrero viejo de campesino.
Aylén guardó su tiara de brillantes, y se vistió con un traje sencillo y una capa gris como la de las tejedoras del pueblo. Al amanecer, cada uno salió de su castillo con una mochila al hombro y el corazón lleno de rebeldía.
Dejaron una nota a sus padres, donde manifestaban que volverían para el compromiso.
Adrián cruzó el río hacia Sombraverde, maravillado por los árboles gigantes y el aroma a musgo que llenaba el aire. Aylén, por su parte, caminó hacia Auroraluz, sorprendida por las colinas doradas y el canto alegre de los pájaros.
Después de varios días, conociendo sus tierras, sus caminos se cruzaron, Se encontraron en un mercado bullicioso junto al río, donde los dos reinos comerciaban. Adrián, cargando una cesta de manzanas que había comprado, chocó sin querer con Aylén, que llevaba un ramo de flores silvestres. Las manzanas rodaron por el suelo, y Aylén se agachó a ayudarlo.
—Perdona, no te vi —dijo Adrián, sonriendo—. Me llamo… Andrés. ¿Y tú?
Aylén le devolvió la sonrisa.
—No te preocupes. Soy Alina. ¿Eres de por aquí?
—No, solo estoy de paso —respondió Adrián—. ¿Y tú?
—Igual —dijo Aylén, guardando su secreto.
Ninguno llevaba sus ropas reales, así que no sospecharon quiénes eran en realidad. Se sentaron en una banca del mercado, compartiendo una manzana y charlando como si fueran dos viajeros comunes. Pero pronto, entre risas, cada uno confesó un problema que le preocupaba.
Adrián suspiró, mirando el río.
—Cerca de mi casa, hay un pueblo donde el río se secó. Los niños no tienen agua para beber, y no sé cómo arreglarlo. Me siento inútil.
Aylén lo miró con compasión.
—Entiendo. En mi tierra, un lobo gigante está asustando a los aldeanos. Ataca los corrales por las noches, y nadie sabe cómo detenerlo.
Sin pensarlo dos veces, decidieron ayudarse.
Primero, Aylén guio a Adrián a través de los bosques de Sombraverde hacia el pueblo asustado. Caminaron entre árboles altos y cruzaron arroyos saltando sobre piedras resbaladizas. Al llegar, encontraron huellas enormes cerca de un corral roto. Adrián, con su valentía, sugirió seguir las huellas, pero pronto se dieron cuenta de que no era una tarea sencilla.
Las huellas se bifurcaban y desaparecían entre la densa vegetación, obligándolos a usar su intuición para seguir adelante. Aylén, con su astucia, notó que las huellas llevaban a una cueva oscura, pero al acercarse, escucharon un ruido extraño que parecía provenir de dentro. Juntos entraron, con el corazón latiendo fuerte, y tuvieron que sortear obstáculos como rocas sueltas y raíces que amenazaban con hacerlos caer.
Dentro de la cueva, hallaron al lobo: no era malo, sino que estaba herido, con una espina clavada en la pata y rodeado de una nube de mosquitos que lo acosaban. Aylén, con manos suaves, le habló al animal mientras Adrián sacaba la espina con cuidado, teniendo que usar unas ramas para espantar a los mosquitos que los rodeaban y luego limpiar la herida. El lobo, agradecido, lamió sus manos y se alejó en paz. Los aldeanos, aliviados, les regalaron un cesto de nueces y miel.
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Editado: 15.03.2025