Él era callado. En la primera semana en la facultad no había hablado casi con nadie.
Ella era un torbellino. Hablaba fuerte, se reía fuerte. En cualquier momento y en cualquier lugar su naturaleza avasallante llamaba la atención. Y en el aula llamó la de él.
Desde la primera noche en que se tomó el 42 para volver de Ciudad Universitaria la vio en la parada, aunque ella no lo vio. O eso es lo que él pensaba.
Hasta que una de esas noche fue distinta. Había un recital en River y el colectivo tardó mucho más de lo habitual, posiblemente por los extraños rodeos que las calles cortadas lo obligaban a inaugurar. Cambio de recorrido. Ellos enfrentaban un problema común y eso le dio a él la excusa, o el coraje, para iniciar una conversación. Que cómo tarda, que el recital, que cómo a la gente le gusta tanto esa música, que por lo menos no hace frío. La charla siguió en el 42 donde se sentaron naturalmente juntos. Apareció el saludo en las clases y la charla continuaba todas las noches en el viaje. A veces parados, a veces uno o los dos sentados, fueron descubriendo sus afinidades, sus diferencias y sus indiferencias. Él era callado pero, al entrar en confianza, era buen narrador de anécdotas, con un humor agudo y buena memoria para los detalles. Ella era un torbellino pero, al entrar en confianza, sabía escuchar y hacer acotaciones breves, precisas y lúcidas. Los dos eran críticos con casi todo, al borde, o más allá del borde, del cinismo. Él esperaba el momento de viajar con ella y suponía que ella también.
Pero una de esas noche fue distinta.
En un cambio inesperado de recorrido el 42 se frenó justo frente a un albergue transitorio en el comienzo de avenida Monroe. Ellos estaban sentados cerca del fondo y no pudieron evitar mirar esas bandas de luces rojas y azules que se esparcían arbitrariamente por la fachada. Una muestra de mal gusto, un intento de llamar la atención, de crear un lugar misterioso para encuentros simples. Por un momento la presencia indirecta del sexo provocó silencio, incomodidad, pero de inmediato él lanzó una de las críticas que poblaban sus conversaciones:
- ¡Qué turbio este lugar!
- No, yo vengo siempre y está bueno.
Siempre, dijo. El silencio protagonizó el resto de aquel viaje.
Él tuvo que ausentarse unos días. Ella dejó de cursar una materia para concentrarse en el examen de otra. En alguna clase no coincidían y en los viajes coincidían cada vez menos. La época de sus charlas se fue disipando. Él siguió siendo callado y ella siguió siendo un torbellino.
Alguno de ellos dos espera que los vuelva a unir un tercer cambio en el recorrido del 42.